Agosto, Jueves 14. Año 2008. Columna: Por fin es viernes. HOY: Del dolor y del desapego: Un Yamuna que alivie el camino. D.D.Olmedo.-
Agosto, Jueves 14. Año 2008.
Columna: Por fin es viernes.
HOY: Del dolor y del desapego: Un Yamuna que alivie el camino.
Columna: Por fin es viernes.
HOY: Del dolor y del desapego: Un Yamuna que alivie el camino.
DDOlmedo.-
Si hay una cosa que realmente me gusta hacer, es leer columnas. Cronistas famosillos y otros no tanto, deleitan y nutren mi mente conforme avanzan los años en que mi soledad escasamente ruda se transforma en algo un poco más consistente que matar fantasmas. En alguna medida este ejercicio me mantiene en contacto con la gente, con los sucesos a los que tanto saco el cuerpo, con las pesadillas de la vida diaria que perfectamente pueden tocarnos la puerta... quizá, porque leyendo crónicas, siempre acabo recordando una frase lanzada por un completo extraño y que en buenas cuentas, provocó una importante inflexión en mi recorrido de aspirante a escritora: “LO QUE PASA ES QUE TÚ ESCRIBES RÁPIDO PERO YO ESCRIBO GRUESO”. Gusta acordarme de su descaro y del sello que el tiempo otorgó a esta frase justamente cuando entendí su cometido y como se bastaba asimismo con independencia del rostro de quien lo profesaba.
Otra de las cosas que realmente gusto y también, conducta incomprensible para una gran amiga, es andar sin calcetas. Las retiré de mi indumentaria básicamente porque me molestaban; si fuese por mí, además, andaría enteramente desnuda. Siento un poco que la ropa estorba, torna más compleja la expresión del cuerpo... pero también los deseché porque simplemente detestaba la presión sobre la piel, que se pusieran hediondos por la sudoración del día o que me lastimaran con el roce al caminar... Pero una de las cosas que más me gusta es precisamente esto último, caminar... justamente mientras caminaba me topé con uno que otro artículo, con una que otra nota, con alguna entrevista, pasquín o quien sabe qué cosa rezagada en librerías de esas que se transforman en cuevitas de objetos de incalculable valor. Hace mucho tiempo atrás, supe de fulanos (nas) de la talla de Pérez de Hita, José Antonio Aybar, Zunilda Fondeur, Ricardo Rodríguez Rosa, Cristián Warnken, Tomás Eloy Martínez, Paul Johnson, Susan Sontag y por supuesto, Pancho Mouat -por destacar algunos de los que leo recurrentemente- aún cuando a veces no haya material nuevo qué consultar. A todos estos cronistas los encontré caminando y por extraño que resulte, a estas alturas de mi vida me parece casi imposible que no hubiese sucedido de ese modo. Sólo el intenso recorrido solitario provee de lo necesario para sobrevivir.
Caminar, al menos para mí, es tan importante como leerse un buen libro, una buena entrevista, una disquisición abriendo fronteras, o cualquier otra especificación redactada con la elegancia del buen cronista. Los cronistas colorean bordes de lo que eventualmente podría ser “un algo”, “una situación”, “un contexto”, “un ser humano que ya no existe o dejo de existir”. El cronista impecable estimula e ilustra pasajes que van hacia algún sitio y lo hace con su sello personal por mucho que al resto le desagrade. Lo hace, a veces, por una necesidad urgente de alivianar su propia carga, la de unos cuantos otros, o tal vez, por mero celo profesional a la hora de hacerle justicia a un colega, aunque el elogiado no camine por la misma vereda. Por eso me gusta tanto leer a Eloy Martínez o a Mouat; el primero, capaz de hacer una radiografía espiritual de las falencias en la señora K, el segundo, configurando poemas a partir de los destellos de originalidad que descubre en su andar, ya en una joyita encabronada con el gentío y alejado de las masas, ya a partir del más humilde de los personajes a quien por gil le llegó un tunazo en medio de un tiroteo descomunal.
Ayer entré a emol. Hacía tiempo que no echaba un vistazo (he de reconocer que prefiero el papel antes que a la tecnología) y me fui directo a las columnas de Warnken. Hace poco más de un mes ya había decido suspender la lectura de éstas puesto que me dejaban muy a mal traer. Cristián perdió trágicamente a su hijo pequeño y a la fecha, mucha gente, incluyéndome, sostiene que es casi improbable que él se recupere. En efecto, el señor Warnken jamás volverá a ser la misma persona y eso es algo que uno suele inferir de lo que destila por entre sus párrafos, los que a pesar del dolor, continua entregando a sus lectores sagradamente. La última de éstas me dejó atontada, porque diría es una combinación impecable de todo aquello que se lee en el buen cronista: experiencia, incisión, mensaje, propósito, mochila de penas y avatares varios... y todo el sentimiento que hace traspasar las palabras hasta el otro lado donde habita el corazón de un mero lector. Cristián se pregunta sobre el amor y su lógica consecuencia, el apego, es decir, la coexistencia o habitación colindante del dolor. Amar implica también estar expuesto ante el sufrimiento, ante el dolor de no lograr desprenderse a tiempo. ¿Cómo desprender el amor que se siente por un hijo? ¿Cómo superar la temprana perdida de ese hijo? ¿Cómo desechar los sueños e ilusiones que rodeaban la eventual vida de esa criatura? ¿Cómo entender la abrupta partida de un ser sin mácula? Yo, me lo pregunto, sobre todo ahora que por una vez más, recojo en mi pecho la tristeza que me produce su dolor contenido y su resistencia ante tan groseras consecuencias. El amor es también exponerse y desvanecerse en medio de la tristeza.
Yamuna (el interlocutor de la narración del señor Warnken), aparte de proveerle de prendas con historia, también le cuenta sobre la historia de un rey solitario que pidió a Dios un hijo, un hijo que le hiciese compañía, un hijo a quien prodigarle todo para ser feliz y también, un hijo respecto del cual surge el apego. Y Yamuna le transmite: “APEGO QUE ESCONDE EL VERDADERO ROSTRO DEL VERDADERO AMOR”. Al igual que el rey, Cristián sufre la perdida de su hijo querido y se encuentra ad portas de convertirse en vagabundo, lo siento cada vez que recorro sus líneas como si fuese andando por entre ellas con los pies destrozados por las llagas, habida consideración del imposible uso de calcetas de las cuales siempre huyo.
Yamuna, como buen hinduista, se mantiene fiel a la creencia de que el cuerpo es una morada pasajera la cual abandonaremos al evolucionar, previa solución de todos nuestros karmas. Yo también pienso lo mismo, lo pienso más ahora en circunstancias que reservo para mi los episodios cósmicos en que todo se devuelve con su estela mágica de locura y asombro y eterna sorpresa...
Todos padecemos de una u otra forma; a veces se está infinitamente feliz, con un gozo tremendo en el alma y sin embargo, nuestro cuerpo deteriorado insiste en jugarnos malas pasadas. Otras tantas, gozamos de salud y nada, pero nada exorbitante acontece para contar. Y en alguna otra ocurre que todo falla, todo se hace una infinita nada... todo parece ser una ilusión reflejada ante un espejo, tal y cual lo escribe el señor Warnken. Y sin embargo, aún arrastrando esa tremenda pena sobre sus ojos incrédulos, sobre sus palabras mordaces, sobre su retórica apasionada, cumplida y sustanciosa, me impacta su honestidad a prueba de balas, balas penetrantes y direccionadas o balas locas, balas llenas y justas o balas infames y dolorosas... Eso es lo que hace un cronista, revela vida, cuenta sobre su acontecer y la vorágine que subyace en el goteo más negro de las horas furiosas. Y yo, al igual que Mouat, no puedo dejar pasar un solo día para expresar mi enorme admiración por este acérrimo admirador de Rimbaud, quien alguna vez entrevistó a Cyrulnik justo cuando éste (promotor de la resiliencia) se encontraba parado frente al mundo gritándole cómo lograr transformar el dolor en una especie de motor que no necesita polea de repuesto.
En los procesos de reconstrucción, todos contamos con una suerte de Yamuna que nos allana el camino. Yo, afortunadamente, encontré a uno que me sonríe todo el tiempo, que está siempre mirando en dirección de mis ojos... que tan solo con hablar me tranquiliza y reorganiza los átomos en mi interior... tan sólo con plantarse en mi vida desafiando promesas pasadas vacías y ambiguas, logra que mi corazón reflote como una vela perfumada emergiendo en una pecera, a punto de encender su mecha. Mi Yamuna no te le tiene miedo a casi nada y hasta antes de conocerme, aseguraba que la muerte le importaba un carajo, que de todos modos iríamos a morir y que a ese respecto valía poco aferrarse a un cuerpo altamente desechable. De hecho, él tiene la extraña sensación de que morirá joven, que tiene una misión de artista circense, que necesita hacerle bien a la gente aunque a él alguna vez lo hayan hecho bolsa y que sobre el particular, él será quien lave todas mis penas reemplazándolas por alegrías que tanto se escondieron de mí este último tiempo.
A ratos se me ha puesto la idea loca de que a este Yamuna le conozco de otra vida, de otro modo no comprendo tanta sincronización, tanta palabra acertada, tantas cuestiones que suceden a toda prisa, tantos pensamientos cercanos logrando que me desprenda de los miedos y anhele de una buena vez colgar las armas y dejar de cazar fantasmas.
Hablar con James, mi Yamuna personal, es como ilustrar en una frase exacta el contenido real del sentido común, un don que me parece a veces tan lejano. Cada cosa expresada por él llega a mi interior convertida en una suerte de reforma enunciativa... todo lo dicho, todo lo hecho, todo lo perdido y todo lo que no se podía alcanzar, aparece como un mal sueño, como un pasado desteñido, como un espejismo distorsionada de lo que tanto nos empeñamos en resistir. Tal y como la muerte segura que a todos nos llega, tal y como el conocimiento excelso que a veces solo sirve para enrrostrarnos que escasamente sabemos nada. Por eso, hoy celebro la parte más básica del ser humano y para lo cual fue hecho; sentir.
A eso vinimos y a eso hemos de dedicarnos, desapegados y teniendo presente que la vida va y viene. Sentir la potencia, sentir el desequilibrio, la tristeza, la alegría, la inmensidad de las olas, las partes segundas que nunca fueron buenas o las primeras que erradican las paranoias... sentir todo lo que se pueda, aún cuando la gente se vaya, aún cuando a pesar de querer quedarse las circunstancias alteren los panoramas.
Puedo decir que a ciencia cierta, sólo la muerte es definitiva en el plano de la carne. Para todo lo demás, existe el no privarse de sentir.
Por fin y al fin es viernes... les dejo un poema de Rimbaud para complementar la lectura.
LA BRISA
En su retiro de algodón,
Con suave aliento, duerme el aura:
En su nido de seda y lana,
el aura de alegre mentón
Cuando el aura levanta su ala,
en su retiro de algodón
y corre de la flor lo llama
su aliento es un fruto en sazón.
¡Oh, el aura quintaesenciada!
¡Oh, quinta esencia del amor!
¡Por el rocío enjugada,
qué bien me huele el albor!
Jesús, José, María.
Es como el ala de un halcón
que invade, duerme y apacigua
al que se duerme en oración.
PD: Querida amiga, ten fe que tu padre ya descansa en paz.



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