ANECDOTAS: (1ra. Parte)
HOY: Personaje Coliflowers.
AUTOR: D. D. Olmedo.
HOY: Personaje Coliflowers.
AUTOR: D. D. Olmedo.
FECHA: Sin tiempo.
Recientemente, alguien me dio a entender que la explicación a mi forma de ser
respondía a orígenes ancestrales o mejor dicho, kármicos y puntualmente, a la
época en que desarrollé mi última vida (finales del siglo XIX). Dada ésta
circunstancia, se transformaba en razonable la tendencia
romántica evidenciada en mi personalidad. No sé si “Samurai” tenga razón,
pero hay cuestiones pareciendo calzar bastante. Por lo pronto, mi
claustrofóbico deseo de venganza que nunca creí apareciera en mí. Supongo que
en aquellos tiempos era bastante normal andar ofreciendo combos (y algo más que
eso, también). Deduzco que las afrontas al honor y ese tipo de conflictos eran
pan de cada día y que la forma de resolverlas se consumaba a través del duelo u
otro tipo de enfrentamientos similares. Con todo, las afrentas se daban entre
bandos enemigos, entre sujetos que se batían a duelo por una doncella o que sé
yo, por otras cuestiones de similares características. Pero, ¿Qué sucede si la
contienda se ampara en el ojo por ojo y diente por diente? ¿Qué acaso no
aprendí con todas sus letras que la autotutela es una cuestión completamente en
desuso? Si soy ser humano racional, ¿Porqué no pude resolver el conflicto como
persona civilizada? ¿Porqué decidí actuar como si hubiese perdido el juicio? No
tengo respuestas concretas, sólo tengo emociones iracundas desvanecidas que
hablan por mí y por los hechos que vulneran mi confianza y mi buena fe en las
personas.
Mucho tiempo antes de perder el juicio ya había perdido la fe.
Sobre el particular, confieso haberlo descubierto el año pasado, por medio de una página de contactos a las cuales accedí por mera casualidad. Tras algunos correos chistosos de mi parte, el sujeto en cuestión me agregó a su lista de contactos de MSN y luego de un par de conversaciones me llamó al celular para trazar otra que se prolongó hasta pasadas las 05:00 de la madrugada. Si me detengo sólo en esta circunstancia podría decir que mi amigo asestó y sea yo la más intensa de las románticas, pues en ese breve lapso de tiempo me convencí (ciegamente) que aquel era el más perfecto de los seres humanos y que yo, yo me había sacado la lotería por toparme cósmicamente en esta vida con él, por el mero hecho subjetivo de pasársela de largo hablando conmigo (en consecuencia que la sana lógica indicaba que él, al menos, considerase mis horas de sueño y mis deberes al día siguiente).
Este ingeniero comercial de 33 años, exiliado de la carrera de arquitectura en la USACH, sagitario nacido el 08/12/1974, oriundo de un pueblo en el sur, tercero de cuatro hermanos y actual empleado público de la burocracia cuestionada, sabía perfectamente qué hacer con esa cualidad mía y como aprovecharla sin que el importe de ello le significase demasiados sacrificios, sino todo lo contrario. Puros dividendos.
Desde un comienzo la atracción entre nosotros se explicitó, eso sí, declarada públicamente por mí, escondida ridículamente por él. Aún, con todo el resentimiento que pueda existir en este corazón mío, confieso que en aquella época las cosas fueron diferentes. Nos transformamos en amigos (en realidad, yo así lo inferí), en partners que se encuentran en la nada y logran asirse a algo que les inyecta energía y adrenalina. Nos proporcionamos compañía y por un momento, llegué a creer que mi forma de ser en algo le servía. En aquella época me contó estar desarrollando una pega familiar en su localidad de origen, lugar hacia donde viajaba prácticamente a diario pues de todos modos residía en Santiago, en pleno centro de Santiago (muy cerquita de la estación de metro). Aunque la pega la desarrollaba de manera seria y responsable, ese dato no poseía calidad de tal para las restantes empresas y pegas a las cuales había postulado durante los últimos tres años. No era necesario que me dijese verbalmente cuan frustrado se sentía, aunque una noche se animó y lo dijo, pero siempre lo supe, lo intuía cada vez que enarbolaba sus condiciones naturales para colocarse parches sin que mediase herida.
La primera semana de contacto fue espléndida (todo ello, basándonos que esta historia queda inscrita en contexto de fantasía (escenario que él siempre evitó verdades macizas y las omisiones las utilizó a su favor); me envió algunos correos express, mensajes de texto inocentes y cautivadores, me llamó en diferentes horarios y por cierta cantidad de tiempo que no se entrega en cualquier espacio, en cualquier parte o a cualquier persona.
Dentro de mis posibilidades (pues mi exiguo plan de celular me impedía llamar a diestra y siniestra) lo llamé tantas o más veces de las que él me llamaba a mí y poco a poco fuimos adquiriendo cercanía y conciencia del otro, tal y como si se tratase de una especie de prolegómenos para adentrarnos a una relación que requería de evaluación previa. Y con todo, jugamos, en realidad él jugó hasta que le dio puntada y yo actué a que jugaba igual de bien que él, porque por una vez en harto tiempo yo no tenía control de nada y dejé que las cosas sucedieran de un modo donde yo me supuse completamente en abstracción. Tras la primer semana y dados los alcances de las comunicaciones telefónicas a mas de msn y mails varios que le envié, me cuestioné que no quisiera verme en vivo y en directo, que no me lo plantease. Así que fui a la carga, instándolo a que nos viéramos en algún lugar. Pero grande fue la sorpresa cuando me vi con una negativa en las narices sin más explicación que eso era restarle emoción al futuro encuentro y de que “ya habría tiempo para eso... para que apurarse” —Me dijo. Y aunque suene imposible (para los que me conocen desde hace muchos años), le creí y más que eso, me senté a esperar que ello sucediera. Y tenía sentido, pues él poseía una retórica irresistiblemente seductora, es decir, para él no había un solo ítem que no estuviese bajo el alero de su poder, astucia y control; y claro está, el don de la palabra era lo suyo, así que me vendió a precio de oferta una singular teoría sobre la “guinda de la torta”... aquello que importaba “saber esperar por la persona indicada, el tiempo preciso, implicaba comerse la guinda de la torta”. Claro que le creía cada cosa que me decía. ¿Cómo iba a dudar de un tipo que come cereales, manzanas rojas, practica yoga, es socialista, cree en peter pan y posee una voluntad inquebrantable? Prontamente vi en él todo tipo de virtudes mágicas, en él me senté a esperar el acto de no hacer nada pues creí ciegamente que todo debía hacerlo la vida misma. Por primera vez tomaba apuntes y hacía caso de dictámenes profesionales a este respecto, aplicaba lo aprendido y no hacía más que contemplar el desarrollo de las cosas, simplemente me senté a esperar que la nada de mí hiciese el cambio.
Pero no es fácil doblegar a la naturaleza del gen, al origen del temperamento que no se modifica ni con el mejor aprendizaje y caí en el error de indagar. En este plan cometí el error de violar su privacidad siendo sancionada por ello. Es cierto, cometí incontables errores que aspiraron a acercarme físicamente a su persona pues bien podía tratarse de un sujeto diverso a aquel mostrado solo en fotografías, pues era casi imposible deslastrarse de patrones de la noche a la mañana y con todo, el sólo hecho que retirase su amistad, me hizo recular y retomar el adjetivo de “distancia” y limitación que él siempre impuso durante un comienzo entre nosotros. Contrario a todos los pronósticos, tras un breve receso, se mantuvo cerca y de ahí a la ambigüedad que se hizo más presente en la medida que avanzó el tiempo.
Pero eso no era suficiente, además estaba la frase de las sombras, esa que hizo la diferencia y que debió elucidar una frontera desde el comienzo si él hubiese sido en verdad determinante... “No tengo nada establecido, nada en formal, sólo intereses en creación”. —Me lo dijo el primer día que hablamos (a las 05:14 de la madrugada, después de desearle que durmiese bien y que soñara con los angelitos y a lo cual respondió, o sea, con angelitas) ¿Tenía o no tenía derecho a especular que ese comentario se refería a mí? ¿Podía o no darme la licencia de creer que se trataba de mí?
Pero la especulación acabó el mismo jueves de esa semana cuando tras marcar a su celular, decididamente apagó el aparato y después, simplemente no contesto más. Aparte de quedar como condorito persé quedé en la penumbra; por enésima vez me había fallado el radar. Pero exigía mi explicación y ésta se me dio en pésimos términos agregando que él nada debía y nada añadía, toda vez que el ítem se había clarificado con la frase “intereses en creación”. Lo que devino a posterior fue echarme la culpa, tratar por vez no se cuanto, decirme que había sido yo quien lo había estropeado. Me di la vuelta, tras escribir un correo explicatorio por mi actitud y ofrecer una amistad a la cual costaría hacerme la idea, dejé que el tiempo hiciera lo suyo. Y aunque las conversaciones por msn siguieron, las cosas no fueron idéntica situación. No obstante, él insistió en atravesar la línea divisoria. Volvió a llamar a mi celular (lo hizo mientras a propósito sonaba una melodía dedicada por mí tiempo atrás en uno de tantos correos sin respuesta). Claro que era un artista y siempre supo dónde ir, cómo hacerlo y dónde apretar el detonador; ¿cómo no iba a saberlo si el primer día le entregué manual y activé el piloto automático? Aún con ese silbido dentro de mí, continué, continué sin mirar las mil y una señales que se pusieron alrededor, las mil y una voz advirtiéndome que, tarde o temprano, dolería harto desprenderse de todo eso. Pero yo, ya estaba completamente enceguecida.
Comenzamos a hablarnos todos los días, mañana y tarde, a veces, mañana, mañana, mañana y tarde, tarde y también noche. Eran tantas las veces, ¿cómo dudarlo? Imposible discutir a favor de quien se inclinaba la balanza. Me había convencido que era yo. Pero llegó un momento en que las cosas clarificaron y tras meses (3) me comunicó (después de enviarme su currículum vitae a mi casilla de la oficina) que ese día finalmente se tomaría conmigo el condenado café pendiente en el Starbucks. Al principio, no lo creí posible y en cierta forma, me había acostumbrado a dejar de esperar que algún día se decidiera, y aunque vi con mis propios ojos como los contenidos curriculares se apegaban ciento por ciento a lo dicho de sí, algo me hacía titubear (hay que hacerle caso a la intuición; eso pienso ahora)... Y llegó el momento. Juro que después de haber vegetado el día entero, caí en la cuenta que era cierto, que en efecto sí iría al encuentro pues me llamó abordando el bus de retorno a Santiago confirmándolo...
Mientras corría para llegar a la hora acordada, envolví mis pies, mis brazos, todo mi cuerpo, en un inmejorable episodio cinematográfico; esos momentos tipo “Elizabethtown”. Una parte de mí, al igual que Cristine Dunst ("Mery", en la cinta referida), di clic con mi dedo índice sobre mi camarita imgainaria, lo hice ante un magnífico espectáculo y fue justo cuando entendí que, por enésima vez, había hallado un nuevo personaje, de esos entrañables... de los que dejan huella en la memoria, en la retina y se clavan como hernia interdiscal cuando tienes pena, cuando caes en la cuenta que son eso: personajes, vidas reseñadas lejos de ti, con vida propia y con el poder de irse apenas se cierra el telón sobre la pantalla.
Mucho tiempo antes de perder el juicio ya había perdido la fe.
Sobre el particular, confieso haberlo descubierto el año pasado, por medio de una página de contactos a las cuales accedí por mera casualidad. Tras algunos correos chistosos de mi parte, el sujeto en cuestión me agregó a su lista de contactos de MSN y luego de un par de conversaciones me llamó al celular para trazar otra que se prolongó hasta pasadas las 05:00 de la madrugada. Si me detengo sólo en esta circunstancia podría decir que mi amigo asestó y sea yo la más intensa de las románticas, pues en ese breve lapso de tiempo me convencí (ciegamente) que aquel era el más perfecto de los seres humanos y que yo, yo me había sacado la lotería por toparme cósmicamente en esta vida con él, por el mero hecho subjetivo de pasársela de largo hablando conmigo (en consecuencia que la sana lógica indicaba que él, al menos, considerase mis horas de sueño y mis deberes al día siguiente).
Este ingeniero comercial de 33 años, exiliado de la carrera de arquitectura en la USACH, sagitario nacido el 08/12/1974, oriundo de un pueblo en el sur, tercero de cuatro hermanos y actual empleado público de la burocracia cuestionada, sabía perfectamente qué hacer con esa cualidad mía y como aprovecharla sin que el importe de ello le significase demasiados sacrificios, sino todo lo contrario. Puros dividendos.
Desde un comienzo la atracción entre nosotros se explicitó, eso sí, declarada públicamente por mí, escondida ridículamente por él. Aún, con todo el resentimiento que pueda existir en este corazón mío, confieso que en aquella época las cosas fueron diferentes. Nos transformamos en amigos (en realidad, yo así lo inferí), en partners que se encuentran en la nada y logran asirse a algo que les inyecta energía y adrenalina. Nos proporcionamos compañía y por un momento, llegué a creer que mi forma de ser en algo le servía. En aquella época me contó estar desarrollando una pega familiar en su localidad de origen, lugar hacia donde viajaba prácticamente a diario pues de todos modos residía en Santiago, en pleno centro de Santiago (muy cerquita de la estación de metro). Aunque la pega la desarrollaba de manera seria y responsable, ese dato no poseía calidad de tal para las restantes empresas y pegas a las cuales había postulado durante los últimos tres años. No era necesario que me dijese verbalmente cuan frustrado se sentía, aunque una noche se animó y lo dijo, pero siempre lo supe, lo intuía cada vez que enarbolaba sus condiciones naturales para colocarse parches sin que mediase herida.
La primera semana de contacto fue espléndida (todo ello, basándonos que esta historia queda inscrita en contexto de fantasía (escenario que él siempre evitó verdades macizas y las omisiones las utilizó a su favor); me envió algunos correos express, mensajes de texto inocentes y cautivadores, me llamó en diferentes horarios y por cierta cantidad de tiempo que no se entrega en cualquier espacio, en cualquier parte o a cualquier persona.
Dentro de mis posibilidades (pues mi exiguo plan de celular me impedía llamar a diestra y siniestra) lo llamé tantas o más veces de las que él me llamaba a mí y poco a poco fuimos adquiriendo cercanía y conciencia del otro, tal y como si se tratase de una especie de prolegómenos para adentrarnos a una relación que requería de evaluación previa. Y con todo, jugamos, en realidad él jugó hasta que le dio puntada y yo actué a que jugaba igual de bien que él, porque por una vez en harto tiempo yo no tenía control de nada y dejé que las cosas sucedieran de un modo donde yo me supuse completamente en abstracción. Tras la primer semana y dados los alcances de las comunicaciones telefónicas a mas de msn y mails varios que le envié, me cuestioné que no quisiera verme en vivo y en directo, que no me lo plantease. Así que fui a la carga, instándolo a que nos viéramos en algún lugar. Pero grande fue la sorpresa cuando me vi con una negativa en las narices sin más explicación que eso era restarle emoción al futuro encuentro y de que “ya habría tiempo para eso... para que apurarse” —Me dijo. Y aunque suene imposible (para los que me conocen desde hace muchos años), le creí y más que eso, me senté a esperar que ello sucediera. Y tenía sentido, pues él poseía una retórica irresistiblemente seductora, es decir, para él no había un solo ítem que no estuviese bajo el alero de su poder, astucia y control; y claro está, el don de la palabra era lo suyo, así que me vendió a precio de oferta una singular teoría sobre la “guinda de la torta”... aquello que importaba “saber esperar por la persona indicada, el tiempo preciso, implicaba comerse la guinda de la torta”. Claro que le creía cada cosa que me decía. ¿Cómo iba a dudar de un tipo que come cereales, manzanas rojas, practica yoga, es socialista, cree en peter pan y posee una voluntad inquebrantable? Prontamente vi en él todo tipo de virtudes mágicas, en él me senté a esperar el acto de no hacer nada pues creí ciegamente que todo debía hacerlo la vida misma. Por primera vez tomaba apuntes y hacía caso de dictámenes profesionales a este respecto, aplicaba lo aprendido y no hacía más que contemplar el desarrollo de las cosas, simplemente me senté a esperar que la nada de mí hiciese el cambio.
Pero no es fácil doblegar a la naturaleza del gen, al origen del temperamento que no se modifica ni con el mejor aprendizaje y caí en el error de indagar. En este plan cometí el error de violar su privacidad siendo sancionada por ello. Es cierto, cometí incontables errores que aspiraron a acercarme físicamente a su persona pues bien podía tratarse de un sujeto diverso a aquel mostrado solo en fotografías, pues era casi imposible deslastrarse de patrones de la noche a la mañana y con todo, el sólo hecho que retirase su amistad, me hizo recular y retomar el adjetivo de “distancia” y limitación que él siempre impuso durante un comienzo entre nosotros. Contrario a todos los pronósticos, tras un breve receso, se mantuvo cerca y de ahí a la ambigüedad que se hizo más presente en la medida que avanzó el tiempo.
Pero eso no era suficiente, además estaba la frase de las sombras, esa que hizo la diferencia y que debió elucidar una frontera desde el comienzo si él hubiese sido en verdad determinante... “No tengo nada establecido, nada en formal, sólo intereses en creación”. —Me lo dijo el primer día que hablamos (a las 05:14 de la madrugada, después de desearle que durmiese bien y que soñara con los angelitos y a lo cual respondió, o sea, con angelitas) ¿Tenía o no tenía derecho a especular que ese comentario se refería a mí? ¿Podía o no darme la licencia de creer que se trataba de mí?
Pero la especulación acabó el mismo jueves de esa semana cuando tras marcar a su celular, decididamente apagó el aparato y después, simplemente no contesto más. Aparte de quedar como condorito persé quedé en la penumbra; por enésima vez me había fallado el radar. Pero exigía mi explicación y ésta se me dio en pésimos términos agregando que él nada debía y nada añadía, toda vez que el ítem se había clarificado con la frase “intereses en creación”. Lo que devino a posterior fue echarme la culpa, tratar por vez no se cuanto, decirme que había sido yo quien lo había estropeado. Me di la vuelta, tras escribir un correo explicatorio por mi actitud y ofrecer una amistad a la cual costaría hacerme la idea, dejé que el tiempo hiciera lo suyo. Y aunque las conversaciones por msn siguieron, las cosas no fueron idéntica situación. No obstante, él insistió en atravesar la línea divisoria. Volvió a llamar a mi celular (lo hizo mientras a propósito sonaba una melodía dedicada por mí tiempo atrás en uno de tantos correos sin respuesta). Claro que era un artista y siempre supo dónde ir, cómo hacerlo y dónde apretar el detonador; ¿cómo no iba a saberlo si el primer día le entregué manual y activé el piloto automático? Aún con ese silbido dentro de mí, continué, continué sin mirar las mil y una señales que se pusieron alrededor, las mil y una voz advirtiéndome que, tarde o temprano, dolería harto desprenderse de todo eso. Pero yo, ya estaba completamente enceguecida.
Comenzamos a hablarnos todos los días, mañana y tarde, a veces, mañana, mañana, mañana y tarde, tarde y también noche. Eran tantas las veces, ¿cómo dudarlo? Imposible discutir a favor de quien se inclinaba la balanza. Me había convencido que era yo. Pero llegó un momento en que las cosas clarificaron y tras meses (3) me comunicó (después de enviarme su currículum vitae a mi casilla de la oficina) que ese día finalmente se tomaría conmigo el condenado café pendiente en el Starbucks. Al principio, no lo creí posible y en cierta forma, me había acostumbrado a dejar de esperar que algún día se decidiera, y aunque vi con mis propios ojos como los contenidos curriculares se apegaban ciento por ciento a lo dicho de sí, algo me hacía titubear (hay que hacerle caso a la intuición; eso pienso ahora)... Y llegó el momento. Juro que después de haber vegetado el día entero, caí en la cuenta que era cierto, que en efecto sí iría al encuentro pues me llamó abordando el bus de retorno a Santiago confirmándolo...
Mientras corría para llegar a la hora acordada, envolví mis pies, mis brazos, todo mi cuerpo, en un inmejorable episodio cinematográfico; esos momentos tipo “Elizabethtown”. Una parte de mí, al igual que Cristine Dunst ("Mery", en la cinta referida), di clic con mi dedo índice sobre mi camarita imgainaria, lo hice ante un magnífico espectáculo y fue justo cuando entendí que, por enésima vez, había hallado un nuevo personaje, de esos entrañables... de los que dejan huella en la memoria, en la retina y se clavan como hernia interdiscal cuando tienes pena, cuando caes en la cuenta que son eso: personajes, vidas reseñadas lejos de ti, con vida propia y con el poder de irse apenas se cierra el telón sobre la pantalla.
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