COLUMNA: Por fin es viernes. HOY: Hombres que aman demasiado. D.D. Olmedo.
COLUMNA: Por fin es viernes.
HOY: "Hombres que aman demasiado".
D.D. OLMEDO.
Viernes 9, Enero de 2009.
12:00 horas.
Cuando se es mujer, no hay novedad en el aseverar que a veces, se ha amado demasiado. No hay sorpresa en la entrega propia del género; está en su naturaleza. Pero ¿qué sucede si trasladamos dicha apreciación hacia los machos? ¿El panorama es otro?
Trato de pensar en todas esas veces en que escuché a mi abuela decirle a alguno de mis tíos: “Oye, tú, cállate la boca, límpiate los ojos, lávate la cara, los hombres no lloran, no sufren, no derraman lágrimas de amor” y tampoco fui capaz de llevarle la contra. Aunque la frase me parecía distorsionada e injusta, nunca mascullé un pío siquiera. Supongo que ahora soy cómplice, tanto o más que muchas otras tantas féminas que bien comprenden lo que estoy hablando.
Pertenezco a un no despreciable porcentaje de herederos y edecanes del machismo nato o puro, ese fomentado por la mismísima hembra, por la cabeza de familia que no hizo más que repetir la conducta inculcada, sin cuestionar el proceder aunque sus consecuencias revolviesen las entrañas.
Hoy por hoy, me parecería una infamia impedir a un hombre rajarse llorando a moco tendido, no por la payasadas esas del desarrollo del lado femenino, el metro sexual y la evolución de las comunidades y el blah, blah, blah… simplemente me parecería una crueldad habida consideración del cáncer de la condición humana: El sufrimiento. El mismo para todos.
Hace años atrás, mientras me alistaba a ver de las andanzas de Carry Bradshop, resultaba divertido figurarse que los hombres siempre tenían la culpa y que en buenas cuentas, no eran más que una tropa de canallas de alto rango. Habría sido fácil siempre enrostrarles la responsabilidad de todo. Pero logras crecer y según eso va sucediendo, entiendes también tu propio comportamiento, puedes darte cuenta que los hombres no son peores ni mejores que las mujeres; aunque nos hierva la sangre y cueste trabajo procesarlo, simplemente, son diferentes.
Cuando se está encabronada, qué mejor e irse de copas en grupo y descuerar al ex de turno, al infiel, al grosero, al desubicado, al siniestro cavernícola que olvido llamarte o darte un obsequio en el día de tu cumpleaños, al intolerante, al satánico, al despistado, al desdichado que se le ocurrió decirte cuanto sobre peso tienes… al que no se sacia con nada y parece siempre estar conectado a las pechugas de la tele aunque sean las mismas que uno también tiene… al ignorante que cree que la cuestión es cantidad y no, cualidad… al que no se ocupa de ti, pero si de los amigos, de la plata, de la posición, de la fama, de la alcurnia, de los viajes, de la cuenta corriente, de la camioneta, de las cuestiones irrisorias que a nadie le sirven cuando se aproxima la muerte… al fulano que era de una forma y acabó siendo de otra… Varias hemos incurrido en lo mismo, no una, muchas veces. ¿Pero qué ocurre verdaderamente tras bambalinas? Casi siempre en soledad la historia es completamente diferente; se llora en silencio, se cuestiona, se infiere, se deja de lado el prejuicio y siempre habla un corazón desolado e imbuido de una pena siniestra que no te deja ni a sol ni a sombra. ¿Quién dijo que el desamor dolía menos conforme pasaban los años? ¿Porque a los hombres no podría ocurrirles exactamente lo que les pasa a las mujeres? ¿Quién podría asegurar que los hombres no son capaces de amar demasiado? ¿Qué se anida en el corazón de un hombre que amó demasiado y se siente fracasado?
En los tiempos de “los hombres no lloran”, el matrimonio nada tenía que ver con el amor. Me cuesta cero imaginar el concepto de los casorios arreglados y la sabanita encima de la incauta arrojada a los leones sólo para procrear, sólo para asear y cocinar, sólo para ocuparse del marido, amo y señor de la casa. Casi siempre se daba el cuento de la titular y la reserva, la catedral y la capilla, la oficial y la amante; he ahí donde ciertamente existían lazos y sentimientos. Y también, a veces, la cosa funcionaba en la sintonía del afecto, del acompañarse y del trasuntar en una promesa difusa que con el tiempo se convirtió en complicidad. ¿Quién podría saberlo con toda certeza? Pero en el hoy, en medio de una vorágine que pasó la cuenta en las lides de la emocionalidad masculina, los hombres se revelan a destajo y apresurados rezongan, se debilitan y no temen manifestar el dolor que les provoca una perdida, una separación, un conflicto de cualquier naturaleza pero que implique dividir, ser uno distinto al que se fue estando al lado de otra.
Hace un tiempo atrás, tuve la suerte de ver una foto de mis padres aún juntos. La fotografía fue tomada el día del matrimonio civil y aparecían ellos al centro tomados de la mano; mi papá guapísimo y mi mamá ídola. También aparecía el abuelo Mario, la abuela María y mi tía Flora. ¡Que foto tan bonita! Todo tan distinto de lo que conocí de la vida de mis padres. Entonces, me pregunto ¿qué sucedió entre esa fotografía y la última que tomé con mi propia retina la última a vez que los contemplé reunidos? ¿El sufrimiento surtió la misma intensidad para ambos?
Cuando yo tenía 15 años, me gustaba un chico trasher de quien sólo recuerdo el nombre y que quería ser poli. Daba gusto escucharlo y entender cómo se aproximaba a la vida y a las cosas que quería de ella, cero manchas en su corazón, cero resentimiento en sus registros neuronales, cero vibra negativa obstruyendo los pensamientos y las ilusiones.
Me encontré a Sergio ya adentrada la época universitaria y cuando lo vi, no quedaba nada del chico que yo recordaba; su mirada era tan triste que daba escalofrío.
Una situación parecida viví con otros personajes de tiempos adolescentes; siempre que volvía a toparme con ellos, algo les había cambiado en el semblante.
Como mujer y tras la ruptura de turno, casi siempre me sentía agredida, frustrada, enceguecida a veces de tanta rabia… y todas esas veces nunca me puse en el lugar del otro, nunca tuve la madurez necesaria para admitir que tal vez, la verdadera solución, radicaba en la oportunidad para sentarse y hablar largo y tendido sobre qué le molestaba al otro, que se había acabado en el otro o cómo se llegó al punto muerto en que los sentimientos de unión se extinguen. Sin embargo, las relaciones, por lo general, comienzan al revés, esto es, con la intensidad, el deseo, la expectativa, lo nuevo y la emoción de bullir y expandir la sensualidad a flor de piel. Casi nunca es como debiese ser, pensando, meditando, reflexionando acerca de las cosas que te dice y deja entrever el que está enfrente de tuyo, conociendo y dejando conocer, entregando moderadamente y sintiendo la conquista hasta poder gozar de la guinda de la torta. Y de ahí que tras la emoción primera, se finja la adaptación, se finja el reconocimiento del otro como un ser aceptado, aceptable, querible y manejable, total y absolutamente integrado en nuestra vida. Casi siempre, algo deviene en ajustarse.
Nunca pensé que llegaría el día en que dijese que comprendo perfectamente a los hombres; no lo son menos por llorar, por dejarse abatir y renunciar a mantenerse de pie mientras se sufre la perdida. Y cómo no hacerlo. Se hiere a cada segundo, se daña a la gente con tan solo ejecutar una acción inesperada en forma negativa, hasta por omisión. El hombre sufre tanto o más que uno si se enamora de quien no corresponde en proporcionalidad. Sufre muchísimo si no prolonga su amor, si no lo ve fortalecido, si se lo quitan o simplemente es separado de él como le conocía o como se acostumbró.
El hombre también se engancha de la que menos le hace gracia, de aquella que lo ignora, que lo hace esperar horas en la fila, que no contesta las llamadas, que no lo mira de frente y lo hace pasar por mil y una penurias. La mujer que enganche el corazón de un hombre no tiene porqué ser una diosa en la cama, ni cocinar macanudo y ser la media anfitriona; puede tener todas esas cualidad y al fin no ser la ganadora, puede ser aquella otra nula en las artes culinarias, egoísta como Cleopatra y hasta grosera y deslenguada… puede ser cualquiera pero al final de cuentas es “la” que gusta a alguien en particular y sólo a esa otra persona empata.
No soy sicóloga, pero asumo que algunas anomalías rondan el corazón de quien todo lo aguanta en nombre del amor. Por ello, me alegra saber que alguno por ahí se restringa, se mida, se aparte del camino y no se lancé a la primera sin una sola gota de agua en la piscina… algo me dice que quien titubea es justamente el hombre detrás de la circunstancia de haber amado demasiado y por la misma razón, abordados los años, sabe que procede la templanza, entonces, este hombre, es un hombre sensato que tardó, pero aprendió, racionalizó y encausó su forma de dar, de entregarse, de abrir el corazón nuevamente. Pero en caso alguno, como suele decirse a boca de jarro, es un gallo descorazonado que sólo busca dañar y resarcir dolores pasados.
El hombre y la mujer son básicamente distintos porque históricamente nos diferenciaron en roles. Quizás, si nadie lo hubiese comandado, fácil habría sido para un tipo quedarse en casa para realizar los quehaceres domésticos mientras la pareja se encarga de laburar fuera, pero claro, en Chile, eso es mal visto. O quién sabe, la mujer podría costear todas las invitaciones y por supuesto, la mitad de las amistades lo cuestionarían o más aún, la mujer podría dejar de quejarse de todo y por todo, pero evidentemente habría alguien que terminaría echándole nuevamente la culpa de todo al hombre.
El hombre es simple pero esto no implica que no requiera de demostraciones, de entrega, de mimos y cuidados, de ser enamorado y conquistado con los mismos detalles que nosotras las mujeres demandamos tanto.
El hombre detrás de un corazón roto, es un hombre que amo demasiado y eso, estimados todos, es una mina de oro en medio del desierto en plena época de crisis. No cualquiera posee capacidad de amar, algunos han llegado hasta acá sólo para ser delicadamente protegidos, cuidados y satisfechos en sus caprichosas demandas. Aquellos otros corazones que aman profusa e intensamente, no cambian; la esencia está ahí medio dormida, delicada, temerosa, se convirtió en corazón convaleciente que alguna vez reorganizará su latido, su ritmo, su compás alegre y dadivoso.
¿Que si el sufrimiento es lo mismo para todos? Definitivamente lo es, no importa cómo, cuándo o a raíz de qué se gatilla… el hombre que alguna vez amo intensamente, es un hombre generoso, contemplativo que requiere de un nuevo comienzo para edificar, para salir adelante, para acometer el futuro y desafiar al temor que nos corroe tanto.
HOY: "Hombres que aman demasiado".
D.D. OLMEDO.
Viernes 9, Enero de 2009.
12:00 horas.
Cuando se es mujer, no hay novedad en el aseverar que a veces, se ha amado demasiado. No hay sorpresa en la entrega propia del género; está en su naturaleza. Pero ¿qué sucede si trasladamos dicha apreciación hacia los machos? ¿El panorama es otro?
Trato de pensar en todas esas veces en que escuché a mi abuela decirle a alguno de mis tíos: “Oye, tú, cállate la boca, límpiate los ojos, lávate la cara, los hombres no lloran, no sufren, no derraman lágrimas de amor” y tampoco fui capaz de llevarle la contra. Aunque la frase me parecía distorsionada e injusta, nunca mascullé un pío siquiera. Supongo que ahora soy cómplice, tanto o más que muchas otras tantas féminas que bien comprenden lo que estoy hablando.
Pertenezco a un no despreciable porcentaje de herederos y edecanes del machismo nato o puro, ese fomentado por la mismísima hembra, por la cabeza de familia que no hizo más que repetir la conducta inculcada, sin cuestionar el proceder aunque sus consecuencias revolviesen las entrañas.
Hoy por hoy, me parecería una infamia impedir a un hombre rajarse llorando a moco tendido, no por la payasadas esas del desarrollo del lado femenino, el metro sexual y la evolución de las comunidades y el blah, blah, blah… simplemente me parecería una crueldad habida consideración del cáncer de la condición humana: El sufrimiento. El mismo para todos.
Hace años atrás, mientras me alistaba a ver de las andanzas de Carry Bradshop, resultaba divertido figurarse que los hombres siempre tenían la culpa y que en buenas cuentas, no eran más que una tropa de canallas de alto rango. Habría sido fácil siempre enrostrarles la responsabilidad de todo. Pero logras crecer y según eso va sucediendo, entiendes también tu propio comportamiento, puedes darte cuenta que los hombres no son peores ni mejores que las mujeres; aunque nos hierva la sangre y cueste trabajo procesarlo, simplemente, son diferentes.
Cuando se está encabronada, qué mejor e irse de copas en grupo y descuerar al ex de turno, al infiel, al grosero, al desubicado, al siniestro cavernícola que olvido llamarte o darte un obsequio en el día de tu cumpleaños, al intolerante, al satánico, al despistado, al desdichado que se le ocurrió decirte cuanto sobre peso tienes… al que no se sacia con nada y parece siempre estar conectado a las pechugas de la tele aunque sean las mismas que uno también tiene… al ignorante que cree que la cuestión es cantidad y no, cualidad… al que no se ocupa de ti, pero si de los amigos, de la plata, de la posición, de la fama, de la alcurnia, de los viajes, de la cuenta corriente, de la camioneta, de las cuestiones irrisorias que a nadie le sirven cuando se aproxima la muerte… al fulano que era de una forma y acabó siendo de otra… Varias hemos incurrido en lo mismo, no una, muchas veces. ¿Pero qué ocurre verdaderamente tras bambalinas? Casi siempre en soledad la historia es completamente diferente; se llora en silencio, se cuestiona, se infiere, se deja de lado el prejuicio y siempre habla un corazón desolado e imbuido de una pena siniestra que no te deja ni a sol ni a sombra. ¿Quién dijo que el desamor dolía menos conforme pasaban los años? ¿Porque a los hombres no podría ocurrirles exactamente lo que les pasa a las mujeres? ¿Quién podría asegurar que los hombres no son capaces de amar demasiado? ¿Qué se anida en el corazón de un hombre que amó demasiado y se siente fracasado?
En los tiempos de “los hombres no lloran”, el matrimonio nada tenía que ver con el amor. Me cuesta cero imaginar el concepto de los casorios arreglados y la sabanita encima de la incauta arrojada a los leones sólo para procrear, sólo para asear y cocinar, sólo para ocuparse del marido, amo y señor de la casa. Casi siempre se daba el cuento de la titular y la reserva, la catedral y la capilla, la oficial y la amante; he ahí donde ciertamente existían lazos y sentimientos. Y también, a veces, la cosa funcionaba en la sintonía del afecto, del acompañarse y del trasuntar en una promesa difusa que con el tiempo se convirtió en complicidad. ¿Quién podría saberlo con toda certeza? Pero en el hoy, en medio de una vorágine que pasó la cuenta en las lides de la emocionalidad masculina, los hombres se revelan a destajo y apresurados rezongan, se debilitan y no temen manifestar el dolor que les provoca una perdida, una separación, un conflicto de cualquier naturaleza pero que implique dividir, ser uno distinto al que se fue estando al lado de otra.
Hace un tiempo atrás, tuve la suerte de ver una foto de mis padres aún juntos. La fotografía fue tomada el día del matrimonio civil y aparecían ellos al centro tomados de la mano; mi papá guapísimo y mi mamá ídola. También aparecía el abuelo Mario, la abuela María y mi tía Flora. ¡Que foto tan bonita! Todo tan distinto de lo que conocí de la vida de mis padres. Entonces, me pregunto ¿qué sucedió entre esa fotografía y la última que tomé con mi propia retina la última a vez que los contemplé reunidos? ¿El sufrimiento surtió la misma intensidad para ambos?
Cuando yo tenía 15 años, me gustaba un chico trasher de quien sólo recuerdo el nombre y que quería ser poli. Daba gusto escucharlo y entender cómo se aproximaba a la vida y a las cosas que quería de ella, cero manchas en su corazón, cero resentimiento en sus registros neuronales, cero vibra negativa obstruyendo los pensamientos y las ilusiones.
Me encontré a Sergio ya adentrada la época universitaria y cuando lo vi, no quedaba nada del chico que yo recordaba; su mirada era tan triste que daba escalofrío.
Una situación parecida viví con otros personajes de tiempos adolescentes; siempre que volvía a toparme con ellos, algo les había cambiado en el semblante.
Como mujer y tras la ruptura de turno, casi siempre me sentía agredida, frustrada, enceguecida a veces de tanta rabia… y todas esas veces nunca me puse en el lugar del otro, nunca tuve la madurez necesaria para admitir que tal vez, la verdadera solución, radicaba en la oportunidad para sentarse y hablar largo y tendido sobre qué le molestaba al otro, que se había acabado en el otro o cómo se llegó al punto muerto en que los sentimientos de unión se extinguen. Sin embargo, las relaciones, por lo general, comienzan al revés, esto es, con la intensidad, el deseo, la expectativa, lo nuevo y la emoción de bullir y expandir la sensualidad a flor de piel. Casi nunca es como debiese ser, pensando, meditando, reflexionando acerca de las cosas que te dice y deja entrever el que está enfrente de tuyo, conociendo y dejando conocer, entregando moderadamente y sintiendo la conquista hasta poder gozar de la guinda de la torta. Y de ahí que tras la emoción primera, se finja la adaptación, se finja el reconocimiento del otro como un ser aceptado, aceptable, querible y manejable, total y absolutamente integrado en nuestra vida. Casi siempre, algo deviene en ajustarse.
Nunca pensé que llegaría el día en que dijese que comprendo perfectamente a los hombres; no lo son menos por llorar, por dejarse abatir y renunciar a mantenerse de pie mientras se sufre la perdida. Y cómo no hacerlo. Se hiere a cada segundo, se daña a la gente con tan solo ejecutar una acción inesperada en forma negativa, hasta por omisión. El hombre sufre tanto o más que uno si se enamora de quien no corresponde en proporcionalidad. Sufre muchísimo si no prolonga su amor, si no lo ve fortalecido, si se lo quitan o simplemente es separado de él como le conocía o como se acostumbró.
El hombre también se engancha de la que menos le hace gracia, de aquella que lo ignora, que lo hace esperar horas en la fila, que no contesta las llamadas, que no lo mira de frente y lo hace pasar por mil y una penurias. La mujer que enganche el corazón de un hombre no tiene porqué ser una diosa en la cama, ni cocinar macanudo y ser la media anfitriona; puede tener todas esas cualidad y al fin no ser la ganadora, puede ser aquella otra nula en las artes culinarias, egoísta como Cleopatra y hasta grosera y deslenguada… puede ser cualquiera pero al final de cuentas es “la” que gusta a alguien en particular y sólo a esa otra persona empata.
No soy sicóloga, pero asumo que algunas anomalías rondan el corazón de quien todo lo aguanta en nombre del amor. Por ello, me alegra saber que alguno por ahí se restringa, se mida, se aparte del camino y no se lancé a la primera sin una sola gota de agua en la piscina… algo me dice que quien titubea es justamente el hombre detrás de la circunstancia de haber amado demasiado y por la misma razón, abordados los años, sabe que procede la templanza, entonces, este hombre, es un hombre sensato que tardó, pero aprendió, racionalizó y encausó su forma de dar, de entregarse, de abrir el corazón nuevamente. Pero en caso alguno, como suele decirse a boca de jarro, es un gallo descorazonado que sólo busca dañar y resarcir dolores pasados.
El hombre y la mujer son básicamente distintos porque históricamente nos diferenciaron en roles. Quizás, si nadie lo hubiese comandado, fácil habría sido para un tipo quedarse en casa para realizar los quehaceres domésticos mientras la pareja se encarga de laburar fuera, pero claro, en Chile, eso es mal visto. O quién sabe, la mujer podría costear todas las invitaciones y por supuesto, la mitad de las amistades lo cuestionarían o más aún, la mujer podría dejar de quejarse de todo y por todo, pero evidentemente habría alguien que terminaría echándole nuevamente la culpa de todo al hombre.
El hombre es simple pero esto no implica que no requiera de demostraciones, de entrega, de mimos y cuidados, de ser enamorado y conquistado con los mismos detalles que nosotras las mujeres demandamos tanto.
El hombre detrás de un corazón roto, es un hombre que amo demasiado y eso, estimados todos, es una mina de oro en medio del desierto en plena época de crisis. No cualquiera posee capacidad de amar, algunos han llegado hasta acá sólo para ser delicadamente protegidos, cuidados y satisfechos en sus caprichosas demandas. Aquellos otros corazones que aman profusa e intensamente, no cambian; la esencia está ahí medio dormida, delicada, temerosa, se convirtió en corazón convaleciente que alguna vez reorganizará su latido, su ritmo, su compás alegre y dadivoso.
¿Que si el sufrimiento es lo mismo para todos? Definitivamente lo es, no importa cómo, cuándo o a raíz de qué se gatilla… el hombre que alguna vez amo intensamente, es un hombre generoso, contemplativo que requiere de un nuevo comienzo para edificar, para salir adelante, para acometer el futuro y desafiar al temor que nos corroe tanto.



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