COLUMNA: Por fin es viernes. HOY: "La raíz del miedo". 21-11-08. D.D.Olmedo.
da que no sana, una cortada que rompe sus puntadas… Dicen que la práctica hace al maestro; en teoría, mientras más piensas como cirujano, más te conviertes en cirujano, más capacidad desarrollas para mantenerte neutral, frío… CORTAR, SUTURAR Y CERRAR. Y más difícil se vuelve dejar de serlo, dejar de pensar como cirujano y recordar lo que significa pensar como ser humano”. (Meredith Grey. Capítulo 1, Segunda Temporada).
Tratándose de escribir, pocas veces me quedo en blanco; los temas afloran como por arte de magia y regularmente, palabras pulidas y acertadas construyen párrafos reflexivos que transmiten y logran ecos. Esta es una parte importante de mi aspiración de cronista. Sin embargo, a veces acontecen episodios en que las circunstancias de un momento producen una abstracción particular, y la mente tiende a erosionar las emociones que se encuentran a flor de piel hasta el punto de inhibir la construcción fluida que regularmente aporta una prosa digna al público más fiel de esta columna… La posibilidad de obtener más, encierra algo y ese algo transforma el conocimiento, los acervos. Con todo, existe una contradicción vital que afecta a casi la mayoría de las personas comunes y silvestres: Ese algo no incorporado y apetecido yace en un terreno desconocido que nos aterra y sin embargo, siempre a pesar de la enfermedad del miedo, somos capaces de convertirnos en pacientes comatosos antes de admitir qué cuestiones nos anulan y cuáles son los tratamientos a seguir para erradicar el mal. Por lo general, en el control de daños, sugerimos un plan de acción que vigile la sintomatología y hasta suele ser efectivo en la panorámica general. Empero, cuando se mira por el rabillo de ojo, por el borde siempre se contempla el goteo desprendiendo el sudor del miedo.
Existen diversos tipos de miedo. Tenemos el miedo a la muerte, el miedo a la pobreza, el miedo al desamor, el miedo a lo imprevisible, el miedo a envejecer, el miedo a ser prescindibles, reemplazables, no vistos… También está el miedo a la indignidad, el miedo a la soledad, la oscuridad, a las agresiones varias y una inmensa cantidad de fobias y mitos urbanos… Tenemos el miedo global a la extinción de la humanidad producto de hecatombes nucleares, a las consecuencias del calentamiento global, a la inanición, a las enfermedades incurables, mortales…
En todos estos miedos -exceptuando las fobias- subyace la misma raíz: LA INCERTIDUMBRE.
La paradoja de las enseñanzas estándar se produce en el discurso eterno de la protección acérrima. Desde imberbes críos se nos daba de todo: Alimento, cuidado y afecto. Cada vez que intentamos descubrir algo, un fulano con cara de adulto te decía cuan correcto o incorrecto era ejecutarlo. Mientras más pequeño eras, más tiempo pasabas siendo inhibido, protegido, una dinámica absurda en la cual alguien siempre poseía el derecho de señalarte qué hacer, cuándo hacerlo y de qué modo realizarlo. Nuestra capacidad de decisión constituía un grito sordo. Y sin embargo, se nos inculcaba aquello del libre albedrío sin tregua ni parangón.
Pero la impronta del tiempo nos convirtió en gente grande y todo aquello deferido por obligación filial, de la noche a la mañana, se arrancó de cuajo sin que los adultos de esa otra época, al menos, nos diesen un instructivo Express respecto de cómo utilizar el manual de indicaciones para casos de emergencia. Así sin más, nos expusieron a una vida distinta en que todo lo dicho antes, cuando fuimos pequeños, pierde sentido, asidero o viabilidad. De pronto somos colocados en un despeñadero descomunal que nos hace reaccionar únicamente por el instinto de sobrevivencia. Pero hemos dejado de ser quienes fuimos y la odisea nos revela la secuencia cero, ajustada a reglas provenientes de un mundo selvático y en permanente enajenación. Mientras fuiste frágil nadie te decía que debías ser fuerte y cuando te convertiste en adulto, como tantos, todos empezaron a decirte que no podías quebrarte, que sólo existía cabida para la fortaleza.
Este embrollo se podría haber solucionado en justo equilibrio si acaso, desde la época en que fuimos menudas personas, nos hubiesen inculcado la coexistencia entre incertidumbre, desapego y el transito provechoso en la mira del presente. Y no es que rechace la protección. No reniego de ella. No sentencio displicencia o indolencia. No pregono rudeza de espíritu en donde se pierde el encanto y la magia de las contingencias predecibles y/o domésticas, hay varias escenas por descontadas… Tan sólo hago alusión a la secuencia del proceso a través del cual avanzamos y que se complejiza tal y como se distorsiona un contenido facilísimo en la proposición de un catedrático malhumorado y egoísta con cero capacidad pedagógica.
Mientras nos educaron, decidían por nosotros y al mismo tiempo, nos heredaban comportamientos, sellos, estilos, formas de relacionarnos y en ello el producto arrojó todo tipo de nuevas especies de personas resultantes: mediocres, calculadoras, planas, absurdas, utilitaristas, dóciles, cándidas, necias, ególatras, injustas, sabihondas, detestables, presumidas, sinceras, honestas, elocuentes, decididas, tímidas, sentidas, astutas, complejas, simples, timoratas, conformadas, valientes, fomes, simpáticas, dulces, ingeniosas, superfluas, convincentes, creativas, inteligentes, optimistas, voraces, altruistas, prácticas, comprometidas, lúcidas, volátiles, agresivas, neutras, brillantes, cínicas, lacónicas, cobardes, siniestras, visionarias, intuitivas, pasionales, feroces, hambrientas, austeras, complacientes, soñadoras, ilusas, fervorosas, negativas, arrogantes, insidiosas, amorosas, lúdicas, prejuiciosas, responsables, conflictivas, llanas, excepcionales, etcétera. Primitivamente, tan sólo éramos una especie: La humana.
Pero ello no aconteció. Nos tatuaron con tinta indeleble y el resultado devino en estas nuevas especies de sujetos campeones en fintas e incapaces de sortear con éxito el más crónico de los trastornos mentales.
El mediocre no sale de su zanja presumiblemente porque teme al esfuerzo; las calculadoras a la imprevisión; las planas a las variaciones; las absurdas al sentido común; las utilitaristas al ocio; las dóciles a la soberbia; las cándidas a la desconfianza; las necias a la razón; las ególatras a pasar desapercibidas y así, sucesivamente… Siempre hay una antítesis que subyace en la raíz del miedo. Esa es nuestra penosa herencia sin beneficio de excusión.
Un cambio de escenario para el cual no nos encontramos preparados emocionalmente siempre trae consigo fuertes estragos, nos torna personas vulnerables, indefensas e incapaces de resolver con acierto lo que el corazón diga. En reemplazo, actuamos interpelados por el miedo corrosivo y paralizante, que nos involucra en situaciones y en circunstancias de mucha angustia y dolor completamente innecesarios. Por ello, resultan incomprensibles las razones y fundamentos esgrimidos por los responsables en su defensa. ¿Cómo es posible reducirlo a factores de temporalidad? Antes eras pequeña, ya no.
Hubo una época en que caminaba por calle Agustinas muy adentrada la noche y siempre me tocaba ver a una familia recogiendo cartones y papeles tirados a la basura por una respetable institución financiera; tres hijos, mujer y hombre trabajaban invierno y verano. Primero, observé que se trasladaban en triciclo. Al tiempo después, en un carretón mejor elaborado pues poseía cierro de madera y al cabo de tres años, en una citroneta. La última vez que los vi, utilizaban una camioneta tres cuartos y los adultos eran asistidos por otras dos personas que pesaban y apilaban ordenadamente lo recogido.
¡Qué vida tan indigna! ―Dirían muchos. Cada vez que los veía se estaban riendo, echando la talla de manera espontánea. Y yo, yo siempre celebraba la posibilidad de tener una vida más “digna”. Tamaña estupidez.
Esta semana me encontré a aquel matrimonio trabajando en la Vega Central, instalados con propiedad en un no despreciable negocio de abarrotes. No dije nada, sólo atiné a lanzar una tremenda carcajada de infinito gusto, pues como en muchos otros momentos cinematográficos de mi filmográfica existencia, he ahí uno de tantos. Enmarqué y dejé abierto el obturador por un instante. Entonces, recordé que la herencia también se fastidia y que aún con inclemencias e incoherencias de todo tipo, toda vez que aparece la garra, algunas veces figuran especímenes raros: Las personas libres.
Cada vez que alguien abandona uno de sus miedos para reconocer el defecto y enfrentarlo con verdadera dignidad, una estrella fugaz atraviesa el firmamento. Y justo en ese instante, respiro aliviada al recordar cómo, cuándo y porqué decidí enfrentar los míos, vivir sin dicotomías exageradas y cuáles fueron los factores en la toma de decisiones.
En mi caso, el dictamen médico fue lapidario y al no contar con entrenamiento vietnamita, jamás supe como usar el bisturí (aunque si me convenciera de hacerlo). Así que todas esas veces en que me abrazaba un profundo miedo, pretendía suturar y cerrar con efectividad; todas esas veces me introduje en un quirófano mental pulcro creyendo que dominaba la situación, que desplazaba mis emociones frágiles hacia un recoveco seguro y no detectable. Con el tiempo me volví una alumna avezada (en teoría), no daba puntadas sin hilo; aprendí a levitar y dejar mis sentimientos en una capsula diminuta en las laderas de ese músculo que todos insisten en llamar corazón. Como les comentaba, me volví aplicada en extremo. Tanto me creí el cuento de hábil cirujano y me convertí en una más del montón, en una que dominaba el cuchillo a la perfección. Y sin embargo, por poco no logro dejar de serlo.
El miedo es una enfermedad feroz que provoca heridas que no sanan pues la vibración del dolor nos recuerda que las cortadas iniciales rompen permanentemente las puntadas. Y cada vez que nos miramos en el espejo, la marca sigue ahí, la cicatriz te recuerda la vulnerabilidad, la fragilidad, lo mínimo de nuestra estatura y sin nadie para protegernos. Y así me sentí yo esta semana, carente de soporte, inestable sin adultos contenedores a mí alrededor… una cría en toda su expresión. Y sin embargo, me levanté en el mismo punto que me dejé caer, porque el haber dejado de descontar los días para comenzar a sumarlos, equivalió a renacer, a sacar cuentas favorables que renuevan votos, percepciones, creencias, ideas, sueños, ilusiones y esperanzas.
Cada mirada que di, cada palabra que dije, cada cosa que viví mejoró mi vida y amplió el acervo, al final fui por ese “algo” y valió todos los malos ratos.
Siempre recordaré estos últimos 5 años como los de mayor crecimiento en mucho tiempo, sobre todo porque, afortunadamente, un buen día y de súbito recordé lo que significa pensar como ser humano.
¡Viva la vida! Y todo lo que se construye en ella.
Tratándose de escribir, pocas veces me quedo en blanco; los temas afloran como por arte de magia y regularmente, palabras pulidas y acertadas construyen párrafos reflexivos que transmiten y logran ecos. Esta es una parte importante de mi aspiración de cronista. Sin embargo, a veces acontecen episodios en que las circunstancias de un momento producen una abstracción particular, y la mente tiende a erosionar las emociones que se encuentran a flor de piel hasta el punto de inhibir la construcción fluida que regularmente aporta una prosa digna al público más fiel de esta columna… La posibilidad de obtener más, encierra algo y ese algo transforma el conocimiento, los acervos. Con todo, existe una contradicción vital que afecta a casi la mayoría de las personas comunes y silvestres: Ese algo no incorporado y apetecido yace en un terreno desconocido que nos aterra y sin embargo, siempre a pesar de la enfermedad del miedo, somos capaces de convertirnos en pacientes comatosos antes de admitir qué cuestiones nos anulan y cuáles son los tratamientos a seguir para erradicar el mal. Por lo general, en el control de daños, sugerimos un plan de acción que vigile la sintomatología y hasta suele ser efectivo en la panorámica general. Empero, cuando se mira por el rabillo de ojo, por el borde siempre se contempla el goteo desprendiendo el sudor del miedo.
Existen diversos tipos de miedo. Tenemos el miedo a la muerte, el miedo a la pobreza, el miedo al desamor, el miedo a lo imprevisible, el miedo a envejecer, el miedo a ser prescindibles, reemplazables, no vistos… También está el miedo a la indignidad, el miedo a la soledad, la oscuridad, a las agresiones varias y una inmensa cantidad de fobias y mitos urbanos… Tenemos el miedo global a la extinción de la humanidad producto de hecatombes nucleares, a las consecuencias del calentamiento global, a la inanición, a las enfermedades incurables, mortales…
En todos estos miedos -exceptuando las fobias- subyace la misma raíz: LA INCERTIDUMBRE.
La paradoja de las enseñanzas estándar se produce en el discurso eterno de la protección acérrima. Desde imberbes críos se nos daba de todo: Alimento, cuidado y afecto. Cada vez que intentamos descubrir algo, un fulano con cara de adulto te decía cuan correcto o incorrecto era ejecutarlo. Mientras más pequeño eras, más tiempo pasabas siendo inhibido, protegido, una dinámica absurda en la cual alguien siempre poseía el derecho de señalarte qué hacer, cuándo hacerlo y de qué modo realizarlo. Nuestra capacidad de decisión constituía un grito sordo. Y sin embargo, se nos inculcaba aquello del libre albedrío sin tregua ni parangón.
Pero la impronta del tiempo nos convirtió en gente grande y todo aquello deferido por obligación filial, de la noche a la mañana, se arrancó de cuajo sin que los adultos de esa otra época, al menos, nos diesen un instructivo Express respecto de cómo utilizar el manual de indicaciones para casos de emergencia. Así sin más, nos expusieron a una vida distinta en que todo lo dicho antes, cuando fuimos pequeños, pierde sentido, asidero o viabilidad. De pronto somos colocados en un despeñadero descomunal que nos hace reaccionar únicamente por el instinto de sobrevivencia. Pero hemos dejado de ser quienes fuimos y la odisea nos revela la secuencia cero, ajustada a reglas provenientes de un mundo selvático y en permanente enajenación. Mientras fuiste frágil nadie te decía que debías ser fuerte y cuando te convertiste en adulto, como tantos, todos empezaron a decirte que no podías quebrarte, que sólo existía cabida para la fortaleza.
Este embrollo se podría haber solucionado en justo equilibrio si acaso, desde la época en que fuimos menudas personas, nos hubiesen inculcado la coexistencia entre incertidumbre, desapego y el transito provechoso en la mira del presente. Y no es que rechace la protección. No reniego de ella. No sentencio displicencia o indolencia. No pregono rudeza de espíritu en donde se pierde el encanto y la magia de las contingencias predecibles y/o domésticas, hay varias escenas por descontadas… Tan sólo hago alusión a la secuencia del proceso a través del cual avanzamos y que se complejiza tal y como se distorsiona un contenido facilísimo en la proposición de un catedrático malhumorado y egoísta con cero capacidad pedagógica.
Mientras nos educaron, decidían por nosotros y al mismo tiempo, nos heredaban comportamientos, sellos, estilos, formas de relacionarnos y en ello el producto arrojó todo tipo de nuevas especies de personas resultantes: mediocres, calculadoras, planas, absurdas, utilitaristas, dóciles, cándidas, necias, ególatras, injustas, sabihondas, detestables, presumidas, sinceras, honestas, elocuentes, decididas, tímidas, sentidas, astutas, complejas, simples, timoratas, conformadas, valientes, fomes, simpáticas, dulces, ingeniosas, superfluas, convincentes, creativas, inteligentes, optimistas, voraces, altruistas, prácticas, comprometidas, lúcidas, volátiles, agresivas, neutras, brillantes, cínicas, lacónicas, cobardes, siniestras, visionarias, intuitivas, pasionales, feroces, hambrientas, austeras, complacientes, soñadoras, ilusas, fervorosas, negativas, arrogantes, insidiosas, amorosas, lúdicas, prejuiciosas, responsables, conflictivas, llanas, excepcionales, etcétera. Primitivamente, tan sólo éramos una especie: La humana.
Pero ello no aconteció. Nos tatuaron con tinta indeleble y el resultado devino en estas nuevas especies de sujetos campeones en fintas e incapaces de sortear con éxito el más crónico de los trastornos mentales.
El mediocre no sale de su zanja presumiblemente porque teme al esfuerzo; las calculadoras a la imprevisión; las planas a las variaciones; las absurdas al sentido común; las utilitaristas al ocio; las dóciles a la soberbia; las cándidas a la desconfianza; las necias a la razón; las ególatras a pasar desapercibidas y así, sucesivamente… Siempre hay una antítesis que subyace en la raíz del miedo. Esa es nuestra penosa herencia sin beneficio de excusión.
Un cambio de escenario para el cual no nos encontramos preparados emocionalmente siempre trae consigo fuertes estragos, nos torna personas vulnerables, indefensas e incapaces de resolver con acierto lo que el corazón diga. En reemplazo, actuamos interpelados por el miedo corrosivo y paralizante, que nos involucra en situaciones y en circunstancias de mucha angustia y dolor completamente innecesarios. Por ello, resultan incomprensibles las razones y fundamentos esgrimidos por los responsables en su defensa. ¿Cómo es posible reducirlo a factores de temporalidad? Antes eras pequeña, ya no.
Hubo una época en que caminaba por calle Agustinas muy adentrada la noche y siempre me tocaba ver a una familia recogiendo cartones y papeles tirados a la basura por una respetable institución financiera; tres hijos, mujer y hombre trabajaban invierno y verano. Primero, observé que se trasladaban en triciclo. Al tiempo después, en un carretón mejor elaborado pues poseía cierro de madera y al cabo de tres años, en una citroneta. La última vez que los vi, utilizaban una camioneta tres cuartos y los adultos eran asistidos por otras dos personas que pesaban y apilaban ordenadamente lo recogido.
¡Qué vida tan indigna! ―Dirían muchos. Cada vez que los veía se estaban riendo, echando la talla de manera espontánea. Y yo, yo siempre celebraba la posibilidad de tener una vida más “digna”. Tamaña estupidez.
Esta semana me encontré a aquel matrimonio trabajando en la Vega Central, instalados con propiedad en un no despreciable negocio de abarrotes. No dije nada, sólo atiné a lanzar una tremenda carcajada de infinito gusto, pues como en muchos otros momentos cinematográficos de mi filmográfica existencia, he ahí uno de tantos. Enmarqué y dejé abierto el obturador por un instante. Entonces, recordé que la herencia también se fastidia y que aún con inclemencias e incoherencias de todo tipo, toda vez que aparece la garra, algunas veces figuran especímenes raros: Las personas libres.
Cada vez que alguien abandona uno de sus miedos para reconocer el defecto y enfrentarlo con verdadera dignidad, una estrella fugaz atraviesa el firmamento. Y justo en ese instante, respiro aliviada al recordar cómo, cuándo y porqué decidí enfrentar los míos, vivir sin dicotomías exageradas y cuáles fueron los factores en la toma de decisiones.
En mi caso, el dictamen médico fue lapidario y al no contar con entrenamiento vietnamita, jamás supe como usar el bisturí (aunque si me convenciera de hacerlo). Así que todas esas veces en que me abrazaba un profundo miedo, pretendía suturar y cerrar con efectividad; todas esas veces me introduje en un quirófano mental pulcro creyendo que dominaba la situación, que desplazaba mis emociones frágiles hacia un recoveco seguro y no detectable. Con el tiempo me volví una alumna avezada (en teoría), no daba puntadas sin hilo; aprendí a levitar y dejar mis sentimientos en una capsula diminuta en las laderas de ese músculo que todos insisten en llamar corazón. Como les comentaba, me volví aplicada en extremo. Tanto me creí el cuento de hábil cirujano y me convertí en una más del montón, en una que dominaba el cuchillo a la perfección. Y sin embargo, por poco no logro dejar de serlo.
El miedo es una enfermedad feroz que provoca heridas que no sanan pues la vibración del dolor nos recuerda que las cortadas iniciales rompen permanentemente las puntadas. Y cada vez que nos miramos en el espejo, la marca sigue ahí, la cicatriz te recuerda la vulnerabilidad, la fragilidad, lo mínimo de nuestra estatura y sin nadie para protegernos. Y así me sentí yo esta semana, carente de soporte, inestable sin adultos contenedores a mí alrededor… una cría en toda su expresión. Y sin embargo, me levanté en el mismo punto que me dejé caer, porque el haber dejado de descontar los días para comenzar a sumarlos, equivalió a renacer, a sacar cuentas favorables que renuevan votos, percepciones, creencias, ideas, sueños, ilusiones y esperanzas.
Cada mirada que di, cada palabra que dije, cada cosa que viví mejoró mi vida y amplió el acervo, al final fui por ese “algo” y valió todos los malos ratos.
Siempre recordaré estos últimos 5 años como los de mayor crecimiento en mucho tiempo, sobre todo porque, afortunadamente, un buen día y de súbito recordé lo que significa pensar como ser humano.
¡Viva la vida! Y todo lo que se construye en ella.



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