COLUMNA: Por fin es viernes. HOY: “Sólo tú, sabes no quererme” Viernes 08 de Julio, Año de cambios. D. D. OLMEDO.

COLUMNA: Por fin es viernes.
HOY: “Sólo tú, sabes no quererme”
Viernes 08 de Julio, Año de cambios.
D. D. OLMEDO.

Hace un tiempo atrás, fui a ver una película cuya premisa fundamental es la siguiente: “Simplemente, no te quiere”. Me dije: —Hey, un título así de radical no puedo perdérmelo. Así que fui no más al cine y me tomé la hora y media para ver qué había de cierto en el mito celosamente guardado por los machos. Y claro, entre dimes y diretes, bastante buena la pauta. He aquí algunas ilustraciones que sirven bastante para las reflexiones de hoy.

La historia narra las peripecias de “Gigi”, una atribulada chica “deseosa” de querer, de querer que la quieran, de querer creer que la van a querer, o de querer mantenerse en la espera de que alguien va a quererla tal como es. ¿Querer querer?

Junto a ella, otras historias se circunscriben en torno a la hazaña de la protagonista; ¿Cuál se preguntarán ustedes? Encontrar la excepción a la regla. Supongo…

Caractericemos, antes que todo, a esta chica… al parecer, el problema de Gigi (creer que todas las micros te sirven), arrancaba precisamente de un error garrafal de interpretación (histórico dentro de las sociedades más machistas), esto es, pensar que quien te quiere, te aporrea, o mejor dicho, que habrían determinadas inequívocas señales de las cuales habría que desprender el interés de un hombre hacia o por una mujer. O sea, ya desde antaño, si estabas jugando con un chico que te sacaba la mugre, te tiraba el pelo, o te escupía, implicaba que, a través de su lenguaje corporal, no deseaba maltratarte sino que importaba una peculiar forma de decirte que él estaba interesado en tu cercanía y/o compañía. ¡Qué pelotudez! Primera consigna, legitimar el maltrato.

Ya en la adolescencia proseguía el asunto, entendiéndose por “interés”, la devolución de un llamado telefónico después de haber descartado a la “pechugona”, la “fácil”, la “más rica”, etc… Entonces, se supone que tras un frío mensaje en el contestador, había que desplazarse hasta el sitio en cuestión donde se realizaría la cita, pagar la mitad de la cuenta y más encima, colocar cara de fascinación porque el individuo en cuestión nos ha regalado parte de su tiempo dentro de una ocupada agenda llena de citas y demases… ¡Qué horror!

Trato de pensar en una sola cosa que no me parezca denigrante y al mismo tiempo, no pasar por la vergüenza de admitir que, en honor a la verdad, cuántas interminables oportunidades me expuse a este tipo de escenarios. Trato, también, de no criticar a nuestro gremio, responsabilizándolo de esta máxima y así y todo, no puedo, pues mientras más lo pienso, no dejo de llegar a la conclusión de que en buena medida nos olvidamos de colocar los límites y ahí se rajó la cancha… ¿Cuántas veces pudimos evitar escenarios dantescos en que el amor propio quedó por los suelos? De cuántas formas pudimos hacer las cosas diferentes sólo mirándonos al espejo y entendiendo de forma sensata que el amor más profundo y sano es el que cada ser humano debe sentir por sí mismo, antes que por cualquier otro sujeto allá afuera.

Pero no lo hacemos. La gran mayoría de las veces nuestro corazón cae en la tentación de desangrarse ante la más mínima oportunidad…

Recientemente, un sujeto que llamó poderosamente mi atención, elaboró uno de los mejores discursos de presentación que haya escuchado en mucho tiempo: “No creo en el amor, no creo en las cosas que la gente supone amor; yo creo en el entusiasmo, en la calentura, en la entretención que sobreviene después de un tiempo, en hacer las cosas bien conforme se vayan dando… creo en la buena enseñanza de los hijos, en inculcarles valores y en tratar de acompañarlos conforme van avanzando… creo en el día a día porque si pienso en el mañana, mañana todo puede aparecer desbaratado… También creo que algunas cosas se acaban y que otras vuelven a iniciar”. Vaya, vaya. — Me dije.

No sé ustedes, pero es lo más sensato que es oído en harto tiempo. ¿No es acaso el símbolo máximo del desdén exudado de una cabeza fría que viene de vuelta y noqueada? Yo pienso que si.

Se me había olvidado cómo huele y se oye la decepción y cómo cuesta hilar la vida si esta se ha deshilachado…

Se me había olvidado cómo suena adentro de nuestro corazón los imperativos categóricos cuando versan sobre un “ya no te quiero”, “dejé de quererte”, “nunca te he amado”, “porque no me quieres”… “sólo tú sabes no quererme”. Pero lo asquerosamente honesto sería hacerse el valiente y comprender que hay muchas señales ante el desamor y ante la escasa posibilidad que alguien nos quiera bien, si es que a ciencia cierta todo indica que no nos quieren como debe ser. Querámoslo o no, mil y una decisiones equivocadas sustentan relaciones viciadas desde el comienzo, ya porque parten en la contienda de la fornicación, ya porque los intereses de cada parte no se plantearon en la honestidad de revelar qué se espera del otro.

Me fascina mirar mi entorno, sigo sorprendiéndome a diario y conectándome con las emociones del prójimo. Lo hago en la convicción de que la observación es la antesala de la experiencia y como decía Bacon, nada se hace sin haberlo experimentado. A través de estas postales instantáneas he descubierto cómo se quieren los seres humanos, pero también, cómo se desprecian y hacen daño. He contemplado horrorizada en las calles cómo jóvenes que recién inician la vida afectiva, se maltratan físicamente con desdén, como si los empujones y el tironeo fuesen parte integrante de lo que ellos llaman relación en libertad… He visto como las parejas añejas van desandando pasos ante la filmación de una micro historia de la cual parecen ser meros extras… he mirado de reojo, a la mujer posesiva recelosa del rabillo de su novio y la dirección pecaminosa que toma apenas atraviesa una minifalda y también, al vejete verde que podría desembolsar unas cuantas lucas para conseguir algo muy parecido a la compañía pero que finalmente sabe a lastima.

Pero a veces, muy de vez en cuando, el sol de invierno entibia.

Entonces, justo cuando aparece algún rayo seductor, tengo la capacidad de desnudarme frente a el para fortalecer mis huesos cansados y dejar de pensar, brevemente al menos, que esta humanidad está desahuciada.

A veces y sólo a veces, existen momentos de lucidez en que un ser humano cualquiera tiene la opción de ser asquerosamente honesto y al mismo tiempo, cortés, mismo instante en que el receptor tiene la obligación de ser agradecido y seguir su camino, tomar la verdad para sí mismo y preguntarse qué nada bueno puede traer desafiar ese norte. Aprender a querernos con nuestras virtudes y defectos es una tarea titánica; veo a diario como muchas mujeres capean olas de defectos e imperfecciones físicas con adminículos varios que al poco tiempo pierden sabor, pues el real problema está adentro, en donde arrecia un vacío que parece llenarse con nada.

Quizá, la premisa de Gigi, debía pasar por la reflexión primaria que hombres y mujeres son sustancialmente diferentes y que por lo mismo, intentar adaptarse a ellos o pretender transformarlos no es uno u otro camino viable. Tal vez, debió ocupar su tiempo en entender que lo fundamental es llegar al punto de origen y ver qué le hacía falta, trazar una línea divisoria a partir de la cual nada ni nadie quitaría nada de ella, sino, todo lo contrario. Amarse, en parte, es saber qué deseamos para nuestro ser, inspirarnos y visualizar qué nos hace realmente felices, no a partir de los rellenos y los complementos, sino, en el vacío, en la abstracción, en la denudes de no tener nada más que a uno mismo y desde ese punto, comprender qué matices son los que podemos permitirnos.

No es chiste eso que decían los abuelos; cuando alguien realmente te aprecia, te quiere deslavada, mal oliente, desgarbada y desprovista de todo. Pero también te quiere porque sabes colocar color sobre tus mejillas y valora cada vez que haces un esfuerzo por destacarte entre la multitud, ya por rasgos físicos que te hacen especial, ya por la forma como vives la vida en aplomo, arrojo, inteligencia y sabiduría… El hombre que sabe amar, y que sabe querer de la mejor manera, es un hombre que entiende que los años cobran lo suyo pero que al mismo tiempo, dotan a la mujer de un sabor diferente, de una mirada tierna, de una sutileza compuesta por el sello personal… La silicona, el ropaje caro, la bonanza de la moda y los accesorios que se destiñen, conforman y revisten la selva en la cual todos compiten por no admitir cuan solos y desesperados se encuentran y el miedo paralizante que a veces no nos permite encontrarnos entre nosotros.

Lo verdaderamente cierto en cada persona, no se devela con facilidad porque lamentablemente, la mala costumbre de fingir para no pecar de débil se posicionó como marca registrada en este mundano mercado de caras tristes.

Cuando pienso en los periplos de Gigi, también me acuerdo de cómo era yo misma antes, mucho antes de saber que para estar acompañada, es preciso encontrar un sujeto de antología bastante más básico y simple que todos los personajes de cuento fraguados alguna vez en mi mente quinceañera; un tipo sensato que sepa usar sus extremidades tanto para abrazar como para esforzarse en producir, que se tome la cabeza para reclamar y al mismo tiempo, para sorprenderse, que no juzgue, que diga la verdad aunque duela pero que tenga el tino suficiente para saber cuándo y dónde esbozarla, que aporte contención pero que permita el desarrollo paralelo de todas y cada una de las habilidades potenciables, que no se acobarde con las inclemencias del tiempo y que reconozca la fragilidad de las diferencias de género…

El hombre que sabe amar no se propone un plan eterno… ¿Quién puede comprometerse a algo que no se sabe acontecerá? Nadie puede obligarse a lo imposible. Entonces, prefiero pensar que un hombre bueno y acorde es el que sabe que tal vez no lo logrará y sin embargo, coloca voluntad y fe en cada uno de sus actos…

¡Venga Valiente!

Al final. La pobre Gigi da con un chico testarudo empecinado en denominarse duro, en creerse tal, en vociferar que las cosas no se hacen como las venía practicando la triste Gigi y a la larga, lo más tragicómico es que el tipo en cuestión tenía razón, el problema es que en la vida real siempre hay alguien que nos desbarata el plan y ya no podemos ser más como veníamos siendo hasta ese entonces… No es que haya una hoja de preguntas y respuestas, un formulario que se va tickeando y en donde todos aplicamos para saber quién se empata con quien… Prefiero, a vuelo de pájaro, creer que lo que verdaderamente al final pasa es que uno encuentra la horma de su zapato y justo en ese instante, todo lo que fuiste, todo en lo que creíste, cada episodio del “antes”, aparece como un cuento surreal de Bolaño en que el final inesperado es mucho mejor que la versión extendida de la historia contada.

Y de repente, entonces te das cuenta que la consigna pionera sí es cierta; al menos una vez en la vida todos encontramos nuestra excepción a la regla.



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