EL ARBOL DE CIEN PALABRAS. NOVELA/2016. SEPTIEMBRE. EXCTRACTO PRIMERA PARTE. D. D. OLMEDO.
El Árbol
De Cien Palabras
Novela/Septiembre
2016.
D.
D. Olmedo.
(Extracto
Capítulo 1).
Me
gusta creer que la vida es como la forma en que las personas suelen gastarse el
tiempo; me convencí de esto al intentar mi propia manera de consumir los años y
hacia el final de mis días esta tesis construiría un buen legado…
Mi
mamá jamás leyó las historias que comencé a escribir a eso de los siete u ocho
años. Con frecuencia, Julia no hacía mucho de lo que solían hacer las madres de
ese entonces ni se comportaba -en rigor- como debían comportarse las mamás,
desde que la costumbre estipuló cómo debían ejecutar su rol. Así que de
estimular mi imaginación, ni hablar. De hecho, recuerdo perfectamente bien lo
mucho que festinó durante años sobre la peculiaridad de una circunstancia poco
feliz, dejándome en vergüenza o ridículo frente a otras personas, sólo para
exacerbar lo zafada que yo era… Podría pensarse que dichas circunstancias, con
los años se traducirían en caos mental, o en paradoja de rencor por promover
una inagotable fuente de recursos desde donde inventar reseñas varias, pero en
mi caso, solo construyó una antesala para algo mucho más grande que los
padecimientos de la infancia…
Julia
fue la hermana mayor de entre seis hermanos, perdón, quiero decir, la mayor de
las mujeres, pues 6 años antes de nacer, Elías ya había ocupado el rol de
titular. Ser la primera mujer de una descendencia cargada de machismo, no fue
menor, algo que observo desde la terraza de una cómoda casa en las afueras de
Serrano, a unos poco kilómetros de Santa Mónica. Hago este ejercicio a menudo;
me escapo los fines de semana a este refugio sólo para contemplar la rigidez de
su pasado que es también parte de mi propia historia, y me pregunto cómo es
posible lograr abastecerse de cosas materiales y no así de las respuestas
imprescindibles. Es cierto, he vendido tantos libros como se me ha ocurrido,
tengo “todo” lo que podría desear, mis hijos crecen felices y esta casa siempre
se llena de amigos, Raimundo aun coge mi mano y la aprieta sutilmente antes de
cerrar los ojos al anochecer… es verdad, todo eso es cierto. Y sin embargo, no
logro entender una sola cosa, o a una sola persona: a Julia. Mi madre.
Tocamos
el machismo con frecuencia, debo hacerlo, la vida me regaló cuatro varones y al
amor de mi vida, cierto. Estar rodeada de machos es cosa seria, no es broma,
pero en mi caso, no puedo reclamar de ninguna forma; mis hijos son excelentes
personas, ubicados, sensatos, juicios, honestos y trabajadores, hemos realizado
una buena pega en ello. Y lo sabemos de sobra. La primera vez que Javier
preguntó sobre su abuela, no fui capaz de explicarle por qué decidió quitarse
la vida, no ante la versión de mis hermanos: mujer hermosa, exitosa, pacífica y
lúdica. Rasgos que jamás contemplé en ella. Así que sólo le dije lo que me
decía a mí misma cuando intentaba responderme la misma pregunta: Ojalá lo
supiera…
Mi
madre se mató en las afueras de Carranzo, una localidad costera de pocos
habitantes a la que mis padres viajaban a menudo. Probablemente fue de
madrugada, aunque su cuerpo fue hallado varios días después entre medio de unos
roqueríos en la playa grande, detrás de la costanera. Tuvo que ser de
madrugada, pues papá contó que se levantó al baño alrededor de las 4:45 y ella
aún seguía en la cama. La segunda ve que despertó, fue a razón de la ventolera
en la habitación producto del ventanal abierto de par en par, acarreando el
frío de esa madrugada hasta la cama… Javier, no imagino qué pudo suceder.
─Respondí a mi hijo aquella vez. Lo que si sabía es que mi padre nunca logró
sobreponerse a ello y que seguramente acabó matándolo dos años más tarde.
Julia se suicidó tres días antes de su
cumpleaños; habría cumplido 62 de haber tomado una decisión diferente y aunque si
poseía vida, no reconocí su persona mientras vivió y tampoco me di cuenta de
las cosas observadas por mis hermanos y los hermanos de ella. Yo rescataba en
mi madre otras características, como la sombra permanente en el borde de su
hombro izquierdo, o las ojeras marcadas, o sus cejas caídas, o la fricción que
me sacaba de quicio mientras refregaba el costado externo de su dedo índice
derecho, esa parte gordita de los dedos de las madres sin llegar a la palma de
la mano... su manera tan extraña de quedarse pegada frente a la ventana, ida y
mirando hacia un horizonte que sólo aparecía dentro de su mente. Hoy sé que todo
eso significa angustia, ansiedad y otras cuestiones más profundas y trágicas… A
ese tiempo, yo todavía no cumplía mis 38 años de edad y mis hijos estaban muy
pequeños para darse cuenta de las tragedias griegas familiares, así que sólo
les explicamos vagamente que la abuela se había marchado en un largo viaje y
que tal vez, ese viaje habría de ser tan placentero, que tal vez llegase a
desear quedarse por alguno de esos parajes visitados… ellos sólo se mordían los
labios, movían los ojos de un lado a otro y luego se rascaban la cabeza, a los
pocos instantes ya habían olvidado que la abuela ya no estaba cerca… Así son
los niños. Ojalá uno también lo fuera.
Lamento escribir todas estas cosas en esta
parte de mi vida, pero es una lamentación en cuanto a la forma en cómo
administré el sentimiento y no por culpa. Puede que lo vea como una
incompetencia de mi parte, incapaz de detenerme ante la solidez de la
eficiencia de nuestros recursos… El amor, es un don, un don tan preciado que
solo valoramos cuando no podemos expresarlo, ante su ausencia, ante la pérdida
irreversible, ante hechos que te excluyen de la posibilidad de profesarlo… Me
he preguntado cientos de veces quien era realmente Julia y por qué, dentro de
la forma de mis sentimientos, fui incapaz de amarla tal y como era,
manteniéndome caprichosa en el estado de una cría rebelde y demandante, furiosa
de peticiones inagotables sin comprender a la mujer detrás de la madre. Uno se
piensa que estas cuestiones las resolverá al tener los propios hijos, en medio
de la fiebre que no se va, o cuando los extraviaste en un parque, o en su
primer acto de escuela, pero no; yo solo lo comprendí en este otro momento, en
esta parte de mi vida, aterrada por la dicha, sumida en un denominador que no
existía sino hasta ahora. Lo sé porque en medio de esta dicha, siento un
profundo deseo de compartirlo todo con ella...
Hace un mes y medio que “El lado del
Puente” se volvió una completa locura, todos quieren leerlo y yo no caigo en el
asombro. Es la única novela que he escrito en tiempo récord, en mi juicio, sin
sustancia, completamente incoherente, una sin sentido de principio a fin;
ralladura exprés. Así y todo, récord de ventas, foros, citas varias, reuniones,
ruedas de prensa, y un centenar de gente diciéndome que es lo mejor que he
escrito en toda mi carrera. ¡Válgame Dios! 236 páginas de pura bazofia. Es
curioso que haya pasado esto. Siempre escribí a través de los años sobre todo
observado, anotaba pequeñas estructuras en una hoja suelta, apartaba nombres,
investigaba sobre infinidad de asuntos hasta dar con la tecla correcta. Pero
con este libro ocurrió algo distinto. Viajamos con Buenos Aires, Raimundo debía
dar unas charlas en la Universidad de Palermo y yo necesitaba desconectarme de
todo; sería como un tiempo especial solo para nosotros… pero al final, pasamos
tan pocos momentos juntos, que no quedó más remedio que ingeniárselas para
hacer de la estancia algo placentero. Me fui a recorrer las calles de Buenos
Aires con la calma que nunca tuve antes, con ese tiempo precioso de la capital
federal, exquisito durante el mes de noviembre y por esas cosas raras de la
vida, acabé un día en el cementerio. El cementerio de la Recoleta es
verdaderamente hermoso, me metí por entre los callejones sin una pizca de
miedo, aunque con cierto recogimiento delante de las tumbas ciertamente
abandonadas. Andaba en eso, testeando mi propia amargura, mi rehuir infantil
sobre la muerte hasta que llegué a la tumba de “Julia San Martín”; no mi madre.
Otra Julia. Una Julia San Martín distinta. La Julia de Bayres se llamó Julia
Isabel San Martín Cardozo; mamá no tuvo segundo nombre y el apellido de su
madre era Hofflinger. Pero todo esto no quitaba mi asombro por haber hallado
otra mujer con su mismo nombre… lo cual de por sí ya era una paradoja, pues mi
madre tenía ascendencia judía y no creo que hubiese gustado de ser enterrada
precisamente en ese cementerio, un lugar tan cargado de símbolos masónicos y en
cuyo recinto originariamente sólo se enterraban a muertos católicos. Sin
embargo, la inscripción de una Clepsidra tallada en el Portal de acceso de la
Recoleta, me puso los pelos de punta… ¿Cómo pueden darse esta clase de
coincidencias tan potentes?
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