Andén...



Hoy, mientras esperaba el metro, me percaté de una mujer de mediana edad que estaba llorando. La pobre se cubría el rostro con un pañuelo, presumo, avergonzada de que la viesen cómo exhibía su pena. Debió haber estado llorando hace un buen rato, tanto como para tener las mejillas rosadas, con cierta inflamación, misma que no iba a lograr disimular ni siquiera tras unas enormes gafas negras… Ella me hizo recordar la sensación que llevo permanentemente conmigo, ese deseo de querer llorar a cada momento y al mismo tiempo, no sentirme capaz de solo hacerlo y acabar antes, solo concentrándome en la vergüenza que ello me puede llegar a producir. No lloro fácil, pero apenas se abre la llave interna, me lanzo como grifo intervenido a la mala, y exploto, y solo emana de mi un centenar de lágrimas que, presumo, llevan ahí su buen tiempo medio atascadas…

Me hizo esta muchacha, pensar en la enorme carga que llevo desde hace mucho sobre los hombros, y casi instintivamente, me acerqué a sentar junto a ella para evitar que hiciera cualquier tontera; conozco de cerca ese pensamiento, sé de sobra lo que siente, lo veo en su rostro, casi podría adivinar sus frases por el solo hecho de recorrer sus cicatrices faciales, sobre todo las de la frente, las del ceño, erizado de rabia y de enojo visceral. Como muchos otros impulsos, me decidí a preguntarle si estaba bien, llevaba conmigo una botella con agua que le ofrecí casi sin mirarla demasiado fijo y ella la aceptó. Apenas el tren recobró su marcha y ambas en silencio observamos fijo cómo se desaparecía a través del túnel, supe que este día sería más extraño que todos los otros días. Seguramente, sería duro porque desde temprano me había inundado la tristeza al leer una sentencia que me hace feliz, pero que al mismo tiempo retrata lo que nunca podré erradicar de mi; sería duro porque es duro andar por Santiago, incómodo y frustrado, duro porque a veces, lo único en que se piensa es en cómo desaparecer de una buena vez.

No le dije nada, solo me quedé ahí sentada. No levanté ni una sola vez mi cabeza, me puse en modo mute, no saqué ni el celular ni tampoco miré la hora; digamos que de alguna manera me quedé junto a ella porque la entendía demasiado bien, y dentro de su dolor, comprendía porque el acero caliente la llamaba, el por qué de sus tentación de solo lanzarse y ya, acabar con todo el ruido, con el sinsabor, con la apocalíptica idea que a veces tenemos sobre el mundo y la gente que se mueve dentro del… Pobre mujer me repetía, no sé qué tuvo que ocurrirle para llegar a ese punto de tristeza y aún así, podía sentir que le comprendía en  su desgracia, fuese la que fuere.

Sin exagerar, es la primera vez que un acto verdaderamente solidario brota de mi, sin que en ello haya una carga de retribución (a menos que se hable de cósmica). No me ocupó ni siquiera saber que iba tarde, que tenía responsabilidades, que esto y aquello. Sólo me interesaba quedarme ahí y evitar cualquier cosa, cualquier atentado injusto, cualquier pérdida de esperanza. Y lo hice. Minuto 18, la mujer me dice: Vete ya, no lo haré este día y sonrío forzado… Me dieron ganas de decirle: Tú tranquila, soy yo la que se está aguantando. Pero luego me dije que hacerme la chistosa no era muy docto que digamos. Así que sólo asentí y me acerqué a darle un abrazo. No sé bien cuánto duró ese abrazo, puede que haya sido tan breve pero mucho muy larga la percepción… No lo sé a ciencia cierta. Sólo sé que apenas puse un pie fuera de la estación, me largué a llorar, llorar así como descomunalmente sin decoro, sin recato, sin pañuelos cubriéndome y juro que no lloré por mí, o sí, no lo sé, fue como algo distorsionado, borroso y que duró hasta media cuadra antes de llegar a mi lugar de trabajo. Ahora que lo razono, creo que lloré porque muchas veces he llegado a esa instancia límite de sentarme en el andén. Lloré supongo porque hacer causa común agrada la herida, recuerda dónde está y cómo es que no sana y en particular, cómo es de colectiva, cómo nos atraviesa transversalmente hablando…

Creo que lloré porque de alguna forma me estaba despidiendo de verdad, colocaba el punto final que cuesta tanto colocar (a personas como yo que viven con un hilo de esperanza), porque sabes y entiendes de sobra que no se puede, que no hay retorno, que hagas lo que hagas las cosas no pueden cambiarse; no es por ti, no es por cómo seas, no depende de cómo vivas ni qué haces ni lo que el resto discrimina arbitrariamente, faltarte… Sólo es así, las cosas sean así. Y la fantasía solo las maquilla transitoriamente.

Al final del día, siempre habrá un andén mental, un escenario en donde se decida si seguir o acabar, pero no debería ser de esa manera. Nadie debería creer que no existe nada más, que no hay otras respuestas, que no hay alternativas, porque la vida ya es muy dura, ya es muy evidente, ya es demasiado injusta para mucha gente. Al menos bajo esas circunstancias las personas deberían saber que no están solas, que el dolor es parte de la vida y que hay que asumirlo, que todo el mundo hiere consciente o no, y que la vida continúa incluso a pesar nuestro, incluso s decidiéramos irnos y ya.

Pienso en la mujer de la mañana y solo espero que se sienta mejor, no por haberme quedado a acompañarla, sino porque dentro de su ser, alguna pequeña partícula la haya animado a creer que no debe quedarse igual.


Porque si nos quedamos igual, es lo miso que morirse en vida y en ese caso, es mejor regresar al andén y saltar sin mirar hacia atrás.

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