COLUMNA: Por fin es Viernes.- HOY: “Etiquetas y Estigmas”. D.D.OLMEDO. 6ta. De Retorno. Febrero/25/2014.- 25 de febrero de 2014 a la(s) 12:46
COLUMNA: Por fin es Viernes.-
HOY: “Etiquetas y Estigmas”.
D.D.OLMEDO.
6ta. De Retorno. Febrero/25/2014.-
En el Derecho y para los juristas, la Autonomía de la Voluntad es lo que el libre albedrío para el mundo cristiano, la pizza para los italianos, las donas para los gringos, la cerveza para los alemanes… “la” etiqueta para la fuerza de la razón… Personalmente, le considero el más importante de los principios que sujetan una comunidad, sea esta inmensa (como la sociedad toda) o en el interior del esqueleto humano en donde uno determina cómo erigir su vida. A través de la independencia en la hora de las elecciones, nos hacemos cargo (de buena o de mala manera) de casi todas nuestras apetencias y otras tantas, de las carencias también ajenas y quizá por lo mismo, se nos hace odioso tener que representarlo pues su antítesis, es la culpa. Gran parte de las voliciones en nuestra vida, están contaminadas por otros factores que casi nunca tienen que ver con uno; la mujer casada a regañadientes, mantiene su matrimonio a dura penas por el salvataje de sus hijos, hijos que a la larga crecen y se van y olvidan el inmenso sacrificio que la madre desplegó cuando apenas podían dar a conocer sus necesidades; O qué ocurre con el artista frustrado, que sabe tiene talento pero ha de conformarse con su puesto valista y un sueldo suculento que sirve para parchar la angustia de no ser coherente pero si respetado por el envase; O las miles de personas que en combinación con el estrés, argumentan mecánicamente obrar en corrección aunque al final de la noche y detrás de la cortina, sabes que la hediondez es enorme…
El que haga y deshaga a su antojo, que se desmarque del paredón y explique cómo lo hace. ¡Por Favor!
A través de la autonomía de la voluntad, el mundo leguleyo vocifera que se ha estampado el querer interno en uno que otro instrumento y ello sería parte de un conjunto de requisitos que otorgan validez a ciertos actos celebrados entre personas plenamente capaces, esto es, se habría cumplido en rigor con lo que las normas exigen de ellos… Jaja. Siempre me pregunté a qué obedece tanta corrección en los actos, en la secuencia de argumentos que impone el derecho sobre personas de las cuales no se sabe nada, ni sus costumbres, ni sus verdaderas necesidades… Pero el Derecho se conforma con la rúbrica y con el análisis que hace del cumplimiento de normas, tickeando aquí y allá sin ocuparse del trasfondo del asunto.
Igual cosa pasa entre las personas. De alguna manera, nos acostumbramos a mirar pero no ver, a identificarnos con ciertos elementos básicos por medio de los cuales nos formamos una opinión (la gran mayoría de las veces, sesgada) pero casi nunca nos acercamos a la verdad, acaso, una pequeña parte de la secuencia real que nos motivó a realizar un juicio sobre tal o cual cosa… Ni siquiera el paso del tiempo asegura sabernos todo del otro, de sus registros visuales, de su forma de decir las cosas, de esas avenidas que transitó y por dónde fue que a la larga realizó sus elecciones. Uno sabe nada, nada de nada con respecto del otro, nos movemos de suposición en suposición como si un comentario o conversación entrecortada nos diese la licencia necesaria para saber qué es lo que necesita el de enfrente, el de más allá, aquel que no sabemos dónde está en la vida, qué momento particular y subjetivo le toca estar viviendo, y sin embargo, lo hacemos igual, juzgamos una y otra vez saber qué es lo que le sucede al otro y otras veces, la gran mayoría, esa pincelada indigna que tenemos del otro, aún satisface pobremente el argumento de que nos creemos con derecho a emitir opinión.
Creo que esto pasa porque en lo visual, la retina atrapa las etiquetas que se nos antoja colocar, esa parte del envase que aún, desteñida, sirve para sindicar todo lo que nos apetece, lo que otros ya colocaron antes, y lo que no se ha puesto aún pero que los demás, suponemos del prójimo… Un cuento de nunca acabar.
Me gustaría que en una historia alternativa las personas fuesen capaz de decir ciento por ciento lo que en verdad se les antoja hacer o decir, que esa madre aburrida diga: Tengo derecho a estar mejor, a dejar de hacer el aseo a diario, de planchar y lavar las porquerías ajenas, a que me consideren más allá de las labores domésticas que ejecuto, necesito un descanso y quiero, deseo que me lo den… De vez en cuando, mandar a una que otra persona al quinto infierno sin número, dejar de saludar si no se desea hacerlo, vociferar rabietas, mal dormir, mal despertar, o incluso, tener la valentía de decir lo BIEN QUE SE ESTA… reírse en el metro, a lo mejor, bailar, gritar, decir que anoche se tuvo un sexo espectacular, que te tiraste al que nunca pensaste que te podía satisfacer y que aún así, pasó… Decir tantas cosas, todas las antojadizas sin faltar a la verdad, no a la realidad, pues es algo distinto. ¡Quién se atreve a desafiar las convenciones humanas y decir lo que le place, no por corrección u obediencia debida, no por rígidos principios estándares, no por las lecciones que te entregaron tus padres, por nada de eso, sino por lo que verdaderamente sientes adentro lo que pulsa y que nunca se ha atrevido a desafiar cánones.
El problema es que si lo haces, de retorno te colocan un rótulo, esa negra etiqueta, el estigma de andar por la vida con desenfado y sin mesura.
Cada uno de nosotros debería tener el máximo derecho de poder decir: NO, ASI NO ME GUSTAS, O decir, ¿QUE TE CREES, DE ESA FORMA NO? O incluso, tener la valentía de abandonar un escenario si no te tratan como mereces. Pero la fuerza de la costumbre hace que mordamos el polvo, que andemos por ahí agarrando migajas en consecuencia que siempre y de acuerdo a nuestra verdad, podemos aspirar a un máximo manantial de provisiones. Sin embargo, hacer algo así cuesta mucho, más que mal te acostumbras a saber que a los italianos no viven sin la pizza… Entonces, ¿cómo se deja la fuerza de la costumbre? ¿Cómo se sobrevive a escenarios en donde ya nadie es como desea ser y acaba siendo como lo que le exigen que sea?
Particularmente, preciso vivir como salvaje.
Me gusta serlo y en ello pasaré el resto de los días que me resten.
No creo en las etiquetas, trato todos los días de no sucumbir a la pedantería de creer que yo no las impongo. Soy humana y he caído en lo mismo como todos. Pero a diferencia de los demás, trato de vivir en mi mundo sin tener que espiar el comportamiento de los demás como si estuviera en un estrado; cuesta mucho no juzgar, sobre todo si en la cabeza existe una parte que no nos deja solos ni a sol ni a sombra.
Comprometer un esfuerzo en ir por la vida decidiendo a conciencia es algo para lo cual me dispuse a vivir en esta fase que me adentro, con la conciencia libre que mi voluntad se abre camino en medio de una avenida en donde todos parecen ir en contra del tránsito.
Pero ya es tarde para arrepentirse.
HOY: “Etiquetas y Estigmas”.
D.D.OLMEDO.
6ta. De Retorno. Febrero/25/2014.-
En el Derecho y para los juristas, la Autonomía de la Voluntad es lo que el libre albedrío para el mundo cristiano, la pizza para los italianos, las donas para los gringos, la cerveza para los alemanes… “la” etiqueta para la fuerza de la razón… Personalmente, le considero el más importante de los principios que sujetan una comunidad, sea esta inmensa (como la sociedad toda) o en el interior del esqueleto humano en donde uno determina cómo erigir su vida. A través de la independencia en la hora de las elecciones, nos hacemos cargo (de buena o de mala manera) de casi todas nuestras apetencias y otras tantas, de las carencias también ajenas y quizá por lo mismo, se nos hace odioso tener que representarlo pues su antítesis, es la culpa. Gran parte de las voliciones en nuestra vida, están contaminadas por otros factores que casi nunca tienen que ver con uno; la mujer casada a regañadientes, mantiene su matrimonio a dura penas por el salvataje de sus hijos, hijos que a la larga crecen y se van y olvidan el inmenso sacrificio que la madre desplegó cuando apenas podían dar a conocer sus necesidades; O qué ocurre con el artista frustrado, que sabe tiene talento pero ha de conformarse con su puesto valista y un sueldo suculento que sirve para parchar la angustia de no ser coherente pero si respetado por el envase; O las miles de personas que en combinación con el estrés, argumentan mecánicamente obrar en corrección aunque al final de la noche y detrás de la cortina, sabes que la hediondez es enorme…
El que haga y deshaga a su antojo, que se desmarque del paredón y explique cómo lo hace. ¡Por Favor!
A través de la autonomía de la voluntad, el mundo leguleyo vocifera que se ha estampado el querer interno en uno que otro instrumento y ello sería parte de un conjunto de requisitos que otorgan validez a ciertos actos celebrados entre personas plenamente capaces, esto es, se habría cumplido en rigor con lo que las normas exigen de ellos… Jaja. Siempre me pregunté a qué obedece tanta corrección en los actos, en la secuencia de argumentos que impone el derecho sobre personas de las cuales no se sabe nada, ni sus costumbres, ni sus verdaderas necesidades… Pero el Derecho se conforma con la rúbrica y con el análisis que hace del cumplimiento de normas, tickeando aquí y allá sin ocuparse del trasfondo del asunto.
Igual cosa pasa entre las personas. De alguna manera, nos acostumbramos a mirar pero no ver, a identificarnos con ciertos elementos básicos por medio de los cuales nos formamos una opinión (la gran mayoría de las veces, sesgada) pero casi nunca nos acercamos a la verdad, acaso, una pequeña parte de la secuencia real que nos motivó a realizar un juicio sobre tal o cual cosa… Ni siquiera el paso del tiempo asegura sabernos todo del otro, de sus registros visuales, de su forma de decir las cosas, de esas avenidas que transitó y por dónde fue que a la larga realizó sus elecciones. Uno sabe nada, nada de nada con respecto del otro, nos movemos de suposición en suposición como si un comentario o conversación entrecortada nos diese la licencia necesaria para saber qué es lo que necesita el de enfrente, el de más allá, aquel que no sabemos dónde está en la vida, qué momento particular y subjetivo le toca estar viviendo, y sin embargo, lo hacemos igual, juzgamos una y otra vez saber qué es lo que le sucede al otro y otras veces, la gran mayoría, esa pincelada indigna que tenemos del otro, aún satisface pobremente el argumento de que nos creemos con derecho a emitir opinión.
Creo que esto pasa porque en lo visual, la retina atrapa las etiquetas que se nos antoja colocar, esa parte del envase que aún, desteñida, sirve para sindicar todo lo que nos apetece, lo que otros ya colocaron antes, y lo que no se ha puesto aún pero que los demás, suponemos del prójimo… Un cuento de nunca acabar.
Me gustaría que en una historia alternativa las personas fuesen capaz de decir ciento por ciento lo que en verdad se les antoja hacer o decir, que esa madre aburrida diga: Tengo derecho a estar mejor, a dejar de hacer el aseo a diario, de planchar y lavar las porquerías ajenas, a que me consideren más allá de las labores domésticas que ejecuto, necesito un descanso y quiero, deseo que me lo den… De vez en cuando, mandar a una que otra persona al quinto infierno sin número, dejar de saludar si no se desea hacerlo, vociferar rabietas, mal dormir, mal despertar, o incluso, tener la valentía de decir lo BIEN QUE SE ESTA… reírse en el metro, a lo mejor, bailar, gritar, decir que anoche se tuvo un sexo espectacular, que te tiraste al que nunca pensaste que te podía satisfacer y que aún así, pasó… Decir tantas cosas, todas las antojadizas sin faltar a la verdad, no a la realidad, pues es algo distinto. ¡Quién se atreve a desafiar las convenciones humanas y decir lo que le place, no por corrección u obediencia debida, no por rígidos principios estándares, no por las lecciones que te entregaron tus padres, por nada de eso, sino por lo que verdaderamente sientes adentro lo que pulsa y que nunca se ha atrevido a desafiar cánones.
El problema es que si lo haces, de retorno te colocan un rótulo, esa negra etiqueta, el estigma de andar por la vida con desenfado y sin mesura.
Cada uno de nosotros debería tener el máximo derecho de poder decir: NO, ASI NO ME GUSTAS, O decir, ¿QUE TE CREES, DE ESA FORMA NO? O incluso, tener la valentía de abandonar un escenario si no te tratan como mereces. Pero la fuerza de la costumbre hace que mordamos el polvo, que andemos por ahí agarrando migajas en consecuencia que siempre y de acuerdo a nuestra verdad, podemos aspirar a un máximo manantial de provisiones. Sin embargo, hacer algo así cuesta mucho, más que mal te acostumbras a saber que a los italianos no viven sin la pizza… Entonces, ¿cómo se deja la fuerza de la costumbre? ¿Cómo se sobrevive a escenarios en donde ya nadie es como desea ser y acaba siendo como lo que le exigen que sea?
Particularmente, preciso vivir como salvaje.
Me gusta serlo y en ello pasaré el resto de los días que me resten.
No creo en las etiquetas, trato todos los días de no sucumbir a la pedantería de creer que yo no las impongo. Soy humana y he caído en lo mismo como todos. Pero a diferencia de los demás, trato de vivir en mi mundo sin tener que espiar el comportamiento de los demás como si estuviera en un estrado; cuesta mucho no juzgar, sobre todo si en la cabeza existe una parte que no nos deja solos ni a sol ni a sombra.
Comprometer un esfuerzo en ir por la vida decidiendo a conciencia es algo para lo cual me dispuse a vivir en esta fase que me adentro, con la conciencia libre que mi voluntad se abre camino en medio de una avenida en donde todos parecen ir en contra del tránsito.
Pero ya es tarde para arrepentirse.



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