No tires la toalla... (Para Roberto)



Roberto Anaya debe tener unos 35 o 36 años (me lo supongo). La primera vez que lo vi, no le encontré asunto, yo creo que enviciada en la vorágine del tinder y sus avatares. Debe ser la única persona-hombre-no-.tinder de un grupo importante de fulanos con las cuales entablé comunicación casi simultáneamente. Él me decía regularmente que estaba muy loca y que a pesar de ello, se consideraba un tipo afortunado para variar y que gracias a esa importante cualidad, decía tener mucha paciencia. Y yo creo que es cierto. Hasta acá, ha sido una buena revelación cósmica y compensatoria.

Varias veces le oí decir cuestiones sobre mi que no entendía bien, que mi asunto no era ser rara, ni inadaptada, sino que en alguna parte, yo me había extraviado de la ruta, y que ahora tocaba reencontrarse. Cosas de ese tipo y también algunas otras. Hoy, a la hora de almuerzo lo vuelvo a ver sin ninguna expectativa, cansada de no dormir, de no comer, de librar batallas sin sentido que me han dejado destrozada, y llego a la meza, mi coca light servida, con tres cubos de hielo, pan de harina de arroz a la mesa y mantequilla sin lactosa… ¿Cómo pudo retener toda esa información? Me dije. Pero el asunto es que durante todo el tiempo que yo estuve peleando conmigo misma, empeñada en ser por enésima vez un puto salmón, resulta que este sujeto, efectivamente le hacía a la actitud zen… 




Que pasen estas cosas, revela que en efecto, hay algo que es muy superior a todos nosotros, que realmente, nadie sabe para quién está trabajando a cabalidad y que además, nunca nada es tan demencial como se especula, es más, hay circunstancias como estas en que me digo: oye, déjalo ya, déjalo todo… No hay de otra. No sabes nada.

Hacía rato que no me reía bien al oír un buen chiste y este hombre medio niño (se niega a usar calzado formal y goza de sus converse…), logra lo improbable; que me olvide de todo por un rato, incluso hasta de mi cayendo en un estado permanente de víctima. Me contó algunas cosas relevantes que siendo sincera, poco reflexioné, seguramente, instruida desde hace mucho en la vorágine del sufrimiento, lo que explicaría que no sé lidiar con denominadores comunes caóticos. Y siendo así muy sincera, me siento un poco aliviada de no tener nada qué producir ni qué pensar, ni qué debatir si está bien o está jodidamente, mal… Comí lento, porque me cuesta tragar, y él hombre considerado a mango, me preguntaba si quería otra cosa o molerme unas papas medio rebeldes (más que yo).

Pero de seguro lo que me llegó más, fue un abrazo amoroso sin ningún tipo de malicia, esa frase al oído que sonó casi como susurro, y que no me esperaba y que me hizo derramar muuuhcas lagrimas contenidas. Así que ahí, en medio de la calle y con la mochila en el suelo, yo solo lloré, lloré mucho abrazada al sujeto que nunca consideré, al que me esperó incluso cuando lo planté tantas veces, a quien no le hablaba por wsp, y al que jamás me pidió fotografías de ninguna naturaleza. 

No sé cuánto rato pasó, solo sé que le embarre su camisa amarilla, pegoteada de rímel, delineador y sombra. Cuando me despegué, ni siquiera sentí vergüenza; y ahí fue que lo miré fijo, que me quedé pegada en sus ojos celeste clarito, pequeños y achinados, su cabello medio crespo y hasta un tanto largo para ser un respetado ingeniero y tuve la sensación de que lo peor, ya pasó, que algunas veces es necesario irse al fondo del acuario para entender que hay muchos peces en el estanque y que no siempre el que amamos nadará en nuestra dirección, y todo eso puede ocurrir, mientras a otro pez, le pasa exactamente, lo mismo.
¡Todo estará bien, Ángela! No tires la toalla. – Me dijo.

Y entonces lo supe, entonces entendí que a veces necesitamos, no la arrogancia ajena ni el individualismo a ultranza, ni el desprecio enojado o la rabia iracunda por el daño que a veces causamos a otros… ni el análisis en donde no nos llamaron, y donde solo pasamos sin pena ni gloria. Lo que necesitábamos al final era algo más simple, un abrazo, un silencio, una mano que asista cuando ya no se da para más y el cuerpo no nos responde; integrar, pertenecer, darnos cuentas que la oscuridad también se acaba. Que se muere, pero también se puede renacer.

Roberto, sé que leerás esto. 
Te debo una.

Con agradecimiento, infinito.



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