PARÉNTESIS. D.D. OLMEDO. Narración Corta. Marzo/2017.




PARÉNTESIS.
D.D. OLMEDO.
Narración Corta.
Marzo/2017.

Me tocó esperar a la Nela unos catorce minutos después de las cuatro, pero conociéndola como lo hacía, eso no era novedad ni me molestaba. El tiempo extra lo usé para contemplarme en el polarizado de un Edificio de la calle San Isidro. Hacía tiempo que no me miraba al espejo, no me gustaba darme cuenta del paso del tiempo. Y no me interesaba quejarme tampoco. Quité mis ojos de ese lugar y los puse en el entorno. Pasaron siete perros; tres a muy maltraer y cuatro atados a sus dueños, también un mimo de chaqueta a rayas, unos quince comerciantes ambulantes arrancando de los pacos, una señora hablando por celular mientras le caían montones de lágrimas, un cabro chico con el brazo enyesado, una liceana con el pelo rosado, una abuelita con tres bolsas de supermercado… una mujer de mediana edad con una rosa en la solapa. Todas personas absortas, enajenadas, extras dentro una novela bizarra. Un señor vendía churros por docenas (presumo que también por media) y recordé ese montón de veces que los comí en el Concepto, una cafetería del Barrio Lastarria que pasó a mejor vida y reencarnó hace un par de años como “Andalucía”. Nunca más fue lo mismo. Nunca más vendieron churros con chocolate. Por lo que supe, en ese lugar ahora venden sándwich veganos y comida naturista, dicen que es más acorde a los tiempos que han cambiado tanto.
El señor de los churros en esta calle del centro, debe tener unos cincuenta años, por parte baja. Se acompaña de una niñita que no supera los diez años, es la encargada oficial de espolvorear los churros con abundante azúcar flor… Se me hace agua la boca. Por un momento, sucumbo a la idea olvidar mi intolerancia al gluten, de hacerme la tonta y zamparme uno que sea. Y estuve a punto pero justo llegó la Nela disfrazada de campana.   

Lo que más me gusta de juntarme con mis amigas después de tanto tiempo –que son escasas en cantidad– es el abrazo de apertura en el encuentro. Abrazarse con una amiga (o) es algo “en verdad” estimulante. Siempre he sentido que el abrazo de una amiga es tan potente como pegarse una cicletada, leer un buen libro dateado, caminar a través de un bosque desconocido, esperar la bajada de una ola y dejarse llevar con el vuelito, abrir los ojos por la mañana y recordar que estás de vacaciones… Cosas así. Cosas como esas por ejemplo.

Me di cuenta casi inmediatamente que se había cortado el pelo. Era un corte diferente, más radical que todas las otras veces en que tomó la decisión de cortarse el cabello. No es que se viese mal, claro que no. Yo creo que tuve una sensación extraña porque se veía diferente, de esos “diferente” en que no puedes especificar el por qué.
Le presenté la nueva cafetería de la que tanto había platicado con ella meses atrás, un local en las afueras del metro Santa Lucía en pleno centro de la ciudad. A Nela le llamó la atención el efecto óptico del piso ajedrezado y la música de los años cincuenta. Le hice un rápido resumen sobre las personalidades de los atendedores, salvo en la chica más hípster. Le dije que me recordaba a otra persona, que era como ver a través de una ventana con los vidrios empañados por dentro. No era un asunto trivial de aspecto, había algo más profundo en la mirada de la muchacha. Me dijo de vuelta que la encontraba de lo más normal y que no fuera enrollada.

Pedimos unos cafés, unas pitas con rúgula y unas trufas de avellanas. Esperando el banquete, le conté mis anécdotas en ese sitio. La de aquella vez de un señor con una tremenda pantalla instalada sobre la mesa, era la más chistosa. Se trataba de un señor que iba cada dos o tres días al café, llegaba con un carrito de feria, lo abría con mucha parsimonia y extraía del bolsón una inmensa pantalla tipo lsd que hacía las veces de monitor de su “portátil”. Se pasaba en ese rincón largas horas y cada media hora solicitaba algún bebestible o comistrajo ligero. Cuando hablo de inmensa, no es exageración. Lo era. Pero grande fue mi sorpresa cuando descubrí que el tipo de la tele, tocaba el trombón en la Orquesta Filarmónica de Santiago y que el tamaño de la pantalla en cuestión era proporcional a mi prejuicio…
Le hablé a mi amiga de muchas otras cosas, sin querer evitaba hablar de lo importante, de las cosas que debíamos tocar y a las que me había acostumbrado a quitarle el cuerpo.
Me contó que los meses en el extranjero le habían hecho de maravilla y al repetirlo tantas veces, tuve que aceptar que eso había sido así. Describió con milimétrica dedicación casi todas las labores que le tocó realizar en la sucursal de Miami, que en un comienzo le aterrorizaba mandarse las partes y lanzarse en conversaciones, pero que de a poco fue soltándose hasta  resultarle completamente natural hablar en inglés. Conversamos harto rato sobre los alrededores del South Biscayne Boulevard y de sus activliidades hacia el final de cada jornada, aprendió las rutas de memoria y nunca tuvo problemas para regresar a su apartamento. Al parecer, el Centro económico en donde funcionaba su Corporación Financiera, no se distanciaba demasiado de la mala copia del World Trade Center neoyorkino en nuestra Vitacura. Nos reímos de payasadas varias –algunas cosas jamás cambian, pensé–, nos reímos tal y como lo hacíamos tres años atrás antes que decidiera marcharse de Santiago… Le dije: “no puedo creer lo rápido que pasó el tiempo” y también: “Perdóname por no haberte visitado en todos estos años”.

Nos quedamos en silencio, y fue un silencio largo en percepción pero breve en demarcaciones gráficas. La miré de reojo mientras fingía que lo oído no le afectaba, capturaba detalles sobre los murales que rodeaban la cafetería. De cuando en cuando suspiraba, movía la cabeza y luego bebía un sorbo de café intentando tragarse una frase siniestra, un segundo antes de escapársele.
Marianela es una mujer de las que jamás cobran sentimientos, de ninguna clase y bajo ninguna circunstancia. Puede que, como contrapunto, simplemente se fuera, tomar cierta distancia sin llegar a explicar nunca que se trató de una  molestia de su parte por el actuar de los otros. Digamos que para mí, siempre fue capacidad para descomplicar la vida a los demás. Y en esto ella no había cambiado nada…

Me preguntó cuestiones prácticas, nos metimos en una espiral de contratiempos y nos paseamos por la ridiculez, lo absurdo y lo plano que se había vuelto Chile y sus avatares políticos tras la elección de Piñeiro en la presidencia. Pero era todo normal, después de todo, tres años suman bastante en contra como para conservar los rituales de la cotidianeidad. Al rato de ires y venires en anécdotas, la charla se volvió lánguida. Sentí un impulso natural de preguntar por él y sin embargo no fui capaz de concretar la pregunta del millón… Y ella lo intuyó, fue como si me leyera el pensamiento y quebró la situación levantando la mano para pedir otro café. ¡

¡No quiero que lo menciones! No vale la pena a estas alturas del partido. Sentenció inmutable. Y entonces, entonces me di cuenta que no se trataba del cabello. Comprendí de repente que se trataba de un tema viejo que mutó hacia algo más en el intertanto en que ella no había estado. Eso es lo que la volvía alguien diferente…
La chica hípster que me recordaba a no sé quién o qué, trajo el café y aproveché de pedirle un vaso grande con agua. Era rápida de mente, casi astuta, así que trajo todo y desapareció cual ninja en situación complicada. Quería volver a la carga, me tragué el agua como si fuera combustible que necesita un vehículo para arrancar a toda velocidad. Pero la Nela era otra persona… ¡Qué he dicho NO! ¡Háblame de cualquier otra cosa, menos de aquello! Bajé el vaso y chocó la mesa en un golpe seco, la gente se volteó a mirarnos pero rápidamente recuperaron sus posturas y charlas.
¿Estás segura? Le lancé. No. Respondió forzada.

En un costado de la cafetería, sobre la parte alta de sus muros, Marina Guerther pintó unas tizas que emulan al universo. Son pequeños trazados en hileras de miles rayas, líneas continúas y discontinuas, de lejos parecen puntos unidos unos con otros, como caminos interminables de personas conduciéndose hacia un mismo destino. Pero si te levantas y acercas a mirar de cerca la pintura, te das cuenta que son líneas de diferentes grosores separadas sutilmente una de la otra, de hecho, hay algunas que son de colores y otras simplemente negras o grises. Apenas un margen antes del borde del trabajo, se forma un espacio negro en donde hay un solo punto blanco, un pequeño y diminuto punto solitario dentro de un espacio oscuro y denso. Las líneas que le rodean forma un semi círculo que acordona una especie de sombra que no lo es, un arco en forma de media luna; un cóncavo y un convexo. Siempre que miraba esa pintura especulaba, quien es el universo: las líneas o el punto y siendo así, de qué lado estoy. Ahora miraba esos trazados y entendía cosas que antes no, como si de pronto estuviera del otro lado de la ventana y la hubiera limpiado con el puño. Los surcos que forman las personas se unen y se apartan, pero jamás quedan igual…

Vi cómo una delgada lágrima escurría por su blanca y aterciopelada mejilla rosada, vi la estela que dejó la lágrima, el desteñido del maquillaje al correrse el rubor… ¡Voy a casarme! Me dijo a boca de jarro. Alguien en la cafetería tuvo la genial idea de darle play a Nina Simone. Comenzó a sonar everything must change y las vidrieras de la cafetería se llenaron de diminutas gotas de agua lluvia, había anochecido, en invierno siempre se oscurece más temprano…

La hora restante antes del cierre del local, Nela me contó sobre George, un economista de Michigan al que conoció al año de asentarse en Miami. Me contó todos los detalles que solo se  cuentan al Big Boss, y yo sentí como si el alma me hubiese vuelto al cuerpo. Era como estar en casa. Vimos fotografías de sus viajes a Nueva York, a Seattle, a San Francisco, a Philadelfia, fotos que narraban emociones, situaciones, el paréntesis de esos tres años. George era un tipo guapo, alto, muy blanco y de pelo castaño; ella con él se veían atrapados en una capsula del tiempo y recortados de una diario. Sentí una profunda felicidad, de esas felicidades que te hacen llorar… No quise decirle lo mucho que se le parecía al otro hombre en su vida.

¡Sólo vine por mis padres y a liquidar asuntos legales! Me soltó de repente. No supe qué decir. Ella me puso la mano sobre la mía y la estrechó con fuerza: ¡Las cosas cambian amiga, ya nada es como antes! Lo sé. Pensé sin responderle.
No pude seguir hablando de nada más. En ese momento odié a todo el mundo, incluso a la chica hípster por colocar un tema de Morrisey a todo volumen mientras yo sólo quería llorar. Entonces me respondí, entonces supe de dónde me era tan familiar pero tampoco dije nada. Ya para qué. Yo seguía pegada y ella había caminado. Pero el odio que sentí, fue de esos rencores exprés, de esas sensaciones contradictorias desbordadas por la imposición de la emoción dentro de un momento desbordado.
En las afueras del local ahí detenidas en San Isidro, la Nela me dijo: ¡No es culpa de nadie! Se parece a… Le dije sin pensarlo mucho… ¡Sí! Lo sé. Y también sé que lo has notado. Y su mirada se fue al horizonte tras mi espalda.

Nos dimos los parabienes de rigor y nos miramos largo rato, como si en ese acto reparásemos las tristezas intermedias y el sinsabor de la distancia, esa consecuencia tan nefasta en las grietas de los mapas. Me contó que tan sólo estaría una semana y que quería presentarme a George antes de marcharse. Podría haberle contado que una semana antes, Tomás había escrito pidiéndome su dirección en los Estados Juntos, que estaba buscándola hacía un rato. Claro que podría decirle algo como eso. Pero recordé los trazos de la pintura de Marina Guerther, la separación que existe entre una línea y otra, y lo diferente que se ven si uno se acerca o se distancia… Y entonces decidí quedarme callada.
Al abrazarla la apreté, le saqué el jugo a su abrazo. Una parte de mi estaba contenta, pero la otra, no. Algo dentro de uno se fractura al ejecutarse las sentencias. Yo había suspendido condicionalmente mi pena, engañando a mi corazón con un ficticio regreso. Eso jamás sucedería.

A veces las personas te dicen cosas para que te sientas bien. Otras veces, ellas necesitan hacer cosas que las hacen sentir bien a ellos mismos, a pesar del dolor que te causan. En cambio uno, uno cuando tiene pena no piensa bien, hace tonteras y se olvida de todo, es como si el paréntesis te capturara…

La vi alejarse por la Alameda a bordo de un taxi. Yo me regresé a san Isidro y compré dos docenas de churros con muchísima azúcar flor. Hay muchas formas de emborracharse.         
     
                 
  

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