CAMACHO (CUENTO/2017)



Cuento: Camacho,
Marzo/2017.-


Soy demasiado joven para admitir la manía de lavarme con frenesí las manos. Puede que la gente no lo comprenda bien. Me refiero a que, antes de aceptarlo, juzgue sin saber la clase de persona que soy más allá de esta peculiaridad con la que he nacido. Las lavo cada vez que alguien me toca, incluso si sólo se ha tratado de un causal roce; donde quiera que vaya, entonces, debo rosearlas con lo que sea que lleve encima. Camacho se burla de mi. Dice que huelo a detergente, a cloro, a alcohol gel barato que se vende de a litro en el persa Bío-Bío. Y eso me repugna tanto que no me queda más remedio que ir a lavarme las manos, una vez más. Fregármelas hasta quitar de ellas lo que se dice que llevan encima...

Me gustaría mucho decirle cosas a Raúl, restregarle por ejemplo que el huele a orina, que cuando se aproxima demasiado se me viene a la memoria esos asquerosos paraderos de micro de provincia, pegoteados de caca de perro, de pichí enquistado entremedio del latón... Pero, casi al segundo del asomo de dicho fervor culiao que me entra, recuerdo  que es mi hermano, y que es casi el último gueón sobre la tierra que soporta mi ser a pesar de todas las taras que me vuelven un fenómeno digno de prejuicio... Raúl y yo nos tenemos el uno al otro, o lo que es igual: No tenemos a nadie más. A mi padre, lo secuestraron los pacos el 73', mi madre se suicidó poco tiempo después cuando le fueron avisar que lo habían encontrado en una zanja a poto pelao... Fue Camacho quien encontró a mi madre, con la lengua afuera, llena de babas y vómito hediondo, imagino que mucho más que el que emanaban los paraderos de Valparaíso en el invierno del 82'. Supongo que pensar en estas cosas me vuelve menos esquizofrénica, más solidaria, no sé, menos atarantada para decir las cosas, aunque no sé si por demasiado tiempo. 

Me he dado cuenta que cada vez que alguien me dice algo violento, hago más o menos lo mismo, es decir, me restriego las manos, ya sin menjurjes, sólo como en el gesto ensayado del movimiento mismo, como si la mimica me ayudara a sostener la mueca que debo desplegar cada vez que alguien me dice cosas injustas o que sólo dice porque no tiene idea de qué pasa por mi cabeza. Raúl me dice que imagine una cueva vacía y oscura por la cual te deslizas a toda prisa cagado de miedo, pero que atraviesas a la carrera sin pensar demasiado; lo único que te importa es estar a salvo, así que sólo correes sin pensar mucho. Y sí, hay días convenientes en que me resulta de las mil maravillas. Pero hay otros que no, hay otros en que mis manos se vuelven ásperas, toscas, y las grietas comienzan a forman surcos, espacios por donde se va acumulando toda la muerda que debo sortear...

Creo que esta es la razón última porque a veces no le digo la verdad a mi hermano, porque él tampoco me la dice a mi, no me dice que la cueva no tiene salida del otro lado. Así que yo tampoco se lo digo todo. 



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