La calle.



La noche empieza a helarse.
Abotono mi abrigo gris, enlazando
punto a punto, izquierda con derecha.
El cierre, se descompuso. Cuela un poco
el frío por la parte desnuda...
Me compenso comparándome con
ciclistas medio desnudos con sus calzas
alaicradas y brillosas; deben ellos sí que estar enfriándose... pasan, pasan y vuelven
a pasar apoderándose de las veredas con
cero respeto, con su velocidad asimétrica y
kamikaze, perturbando la quietud que se busca en estas calles de domingo.
Hay tanto espacios por los recodos y sin
embargo, las gentes se apiñan, se amontonan como si atestiguásen que mi
teoría sobre la proxémica, han de tener alguna cosa valedera. Pasan, sobrepasan, no
puede ser solo pasar, solo aglutinarse, montarse uno tan encima de los otros... hay tantos espacios abusados, hay tanto pegoteo desesperado.
El frío de ayuda a limpiarme pero empiezo a creer que no hay intersección que se salve, o bien, que es no puedo detenerme, que debo caminar sorteando zombies, humanoides, postes humanos que al parecer, mejor se llevan con celulares, con redes sociales, con el turbolike que usan solo para corroborarse cuan populares son; cuánto les quieren.
Y empiezo a creer que la cola del diablo es más larga de lo que pensaba, más puntuda, más arrolladora... porque la gente se interpone con insolencias que ya no son simple egoísmo o niñería, sino batallas campales en donde se pelea a combo limpio por espacio, por atención, por fizgoneo, por esa cosa que huele a azufre y que merodea ahí, a la vuelta de la esquina, justo donde ya no se expanden las posibilidades.

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