La no ficción.



En alguna parte de mi trayecto olvidé que el llanto es un acto reflejo y que, coartarlo es lo mismo que enterrarse una espina en el mismo lugar. No me había dado cuenta que tengo un amago gueon, algo así como estirar la trompa, sacar ligeramente la cabeza hacia adelante, como si intentase zafar del cuello... un asunto bien absurdo por lo demás. Y luego tragar; como si la tristeza fue suceptible de ser tragada. Pero no se puede hacer eso. Lo único que se consigue seguro es enfermarse. Y yo me fui enfermando progresivamente hasta conseguirme un cáncer.
No había entendido este nuevo síntoma incluso, a pesar de toda una profunda biodecodificación, una constelación, frascos varios de bach, y la lista sigue. Al final, en ese aspecto sigo de palo, porfiada, testaruda, pegoteada con el pedazo de menos y la respuesta que solo deviene por omisión. Al final del día, yo siempre me acuesto apretada con esta enorme carga encima, y eso se debe al peso de la soledad, a la consigna construida pero a un costo demasiado alto.
Siempre me digo que ante miles de caras de culo danzando de la mano de un otro, entonces debiese sentirme afortunada pues nada de ese patrón, me seduce. Y sin embargo, no es lo mismo estar acompañado y sentirse muy solos igual. Yo tengo un peso enorme porque son demasiados los años defendiendo una postura, una dinámica que se llama libertad, y nadie es tan fuerte, tan sólido, o tan arrogante como para no sentirse frágil cuando todo alrededor está diseñado para aplastarnos con su protocolo de vehemencias inabordables.
Hoy, he llorado por infinidad de razones, pero más por una sola; cada vez que abro una ventanita en mi corazón, cada vez que la esperanza me inspira en su ejercicio, cada vez que me digo que vale la pena llevar una cuotita de amor hacia algún rinconcito, debo darme de palmos en la nariz. Pues cada vez que lo intento o con quien lo intente, me boxea. Entonces hoy lo vi, me sorprendí laseándome el llanto, aguantándome la pena que significa darse cuenta del dolor ajeno que se vuelve cada vez más abundante, más abrumador. Porque el dolor castra. El dolor nos cierra. El dolor nos cambia. El dolor nos embrutece. El dolor nos roba el brillo.
Pero cuando vi ese amago, le hice una llave francesa a la verguenza y lo solté, lo mostré en público mientras bebía café. Daba lo mismo quién me estuviera observando, porque no miraban con aflicción sino con morbo del aleccionado en las lides de la ficción.
Mundo al que ya no pertenezco

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