Límites imaginarios.



Que la vida cambie drásticamente de un momento a otro, en verdad que no me asombra mucho; hace tiempo que acostumbré a no pegarme de casi nada. Así que en rigor,  si por A, B o C motivo vuelve a pasar, trato dentro de lo posible de levantarme lo más rápido que pueda. De hecho, tiempo atrás le dije a una de las muchas psicólogas que he conocido, que temprano había notado mi desapego, pues a ninguna parte que tuviese permanencia, trasladaba objetos personales (cuadros, fotografías, tacos, tazones, letreritos, pichiruches, etc). Es más, durante mucho tiempo me convencí que hasta de hacerlo, ceder a esos rituales, se volvía yeta para mi; o perdía el empleo, la pareja, la amistad o lo que fuera que existiese...
Pero lo que pasaba más era miedo. La frontera tipo biombo que uno finalmente despliega, es solo para reeducarse ante montones de episodios de carácter violento relacionados con los cortes, las rupturas, los finales y que debido a la naturaleza de mis traumas, yo acababa traduciendo como símiles de abandono.
Y sí. Asumido tengo ese material solucionado. Otra cosa es erradicar el patrón que es algo más complicado.
A la larga, me he dado cuenta que hice lo mismo con las personas de carne y hueso, me he ido obligando a través de los años a no apegarme a ellas, usando ciertas técnicas infalibles: trato, distancia, burocracia y varios protocolos sutiles que me hacen retrasar cualquier símbolo de pertenencia. Y claro, te mantiene a salvo de meterte en nuevos problemas, pero no te libra del miedo atómico a no saber qué pretende mucha gente y por lo tanto, entender sus modos, sus formas también peculiares en sus propios intentos de no involucrarse.
Claro que siempre puede tratarse de cero interés en uno. Y punto.
Habría que dar crédito a esto.
Puede que sí.
Reposicioné una pregunta clásica que no me hacía hace tiempo: ¿Cuándo demasiado es demasiado?
Puede que sea más simple. Sea menos.
Para mucha gente es normal jamás cargar portaretratos...

Comentarios