Lo que quiero decirte.



Decir lo que sentimos, a veces no se comprende. Podría intentar usar la frase de Javier Strahalm, revelar que, así como él, continúo en mi búsqueda de la columna perfecta (él usaría ola...), del ensayo perfecto, del poema perfecto, de la gran novela perfecta. Pero tal vez y solo llegue a ser ferpecta... Who knows? Cuando me siento al filo, justo en ese borde incómodo en que experimentas emociones y sensaciones tan raras sin comprender todavía –a esta altura- el lenguaje preciso de sus síntomas, en vez de quedarme callada, hablo, escribo, me salen chorros y chorros de ideas mal hiladas. Y debe ser. Nos equivocamos en la elección del discurso que verterá cuestiones  provenientes de lo más profundo de nuestro ser, apurados comprendemos mínimas partes, qué podría esperarse a propósito de las formas usadas para darnos a entender con los demás; metemos la pata, la cagamos a fondo porque muy rara vez contamos con asertividad para expresar nuestras emociones y sentimientos fluyendo en coherencia durante los momentos en que nos hemos decidimos a explicárselo a los otros. Y hoy, la he cagado. La he cagado otra vez. Pues lo que intentaba decirte, era más: ven por mí, no importa si dura o no; impide que ponga mis ojos en otra parte... algo más o menos así. Pero me ha salido de la puta madre: “Oye, que he conocido a otro hombre... ah, y a propósito, escribes pésimo. Aprende a usar los acentos... Toda una mierda de fina selección. Esa es la miserable verdad. Y lo más terrible es que todo eso se debe al miedo. Porque siendo la mar de valiente en el papel, qué habría sucedió si le hubiese escrito: “Hola, qué gusto saludarte este día. El frío me hizo pensar en lo rico que sería tomarnos un chocolate caliente, reírnos de buena gana, y también quedarnos en silencio mirándonos sin decir demasiado, como  críos observándose, tanteándose en la encrucijada del  asombro. Pero no. Me falla el parietal responsable, el que a esta altura me hace todas las jugadas en contra, el que se pone de acuerdo con mi amígdala e intenta hackear de mi cerebro toda la armonía de buenas intenciones. La esencia. ¡Perdóname! No importa que sigas de largo, está bien. Yo siempre contribuyo a que eso acabe sucediendo. Y lo asumiré. Pero dispénsame de corazón.
Lo que me pasa contigo es que no puedo vencer la barrera del pudor, me ha costado desnudarme, decirte qué cosas realmente se pasan por mi cabeza. Y claro, cuando alguien revolotea tu mente, también te pierdes.
Quizás debí decirte el día uno que te encontré precioso, con una letanía que me estremeció (lo supe porque algo me recorrió la espalda), de mirada encriptada en una costra difícil de calcular y al mismo tiempo, abordar y que mis capas adosadas son las responsables de no decirte cuánto desee ser la mar de amorosa, y tierna y dulce, tanto como para al menos, hacerte el contacto más amable, más llano y no esta suerte de ires y venires en donde acabamos explicándonos cuestiones que no son lo que somos sin máscaras.
Quizás y sólo quizás (porque no quiero especular más) lo único que haga falta es verse, darse un abrazo de reconocimiento y tener la disposición de que las cosas sucedan no más.
Quién sabe lo que traiga la ola. Al menos a mi me nace surfear...

Un beso.  

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