Más cerca.



Hay una dimensión conformada por todas esas sutilezas que cambian el curso de las cosas, de nuestras historias. Hoy fue un día de aquellos; de los que comienzan de un modo y avanzado que transcurre el capítulo, de pronto mucho mutó Parece ser que la regla de oro continúa reafirmándose: mantente presto, vuélvete ligero, arquea una y otra vez los hombros... nada es permanente ni definitivo. Y al parecer, tampoco sirve acostumbrarnos a no adaptarse pues al parecer la variación apunta a hallar un tramo de cierta quietud... Como una paradoja única.

Mi nuevo hogar aparece en esta escena como el más simbólico de los albergues. Existe un denominador común que tiende a la catarsis por sí mismo: un quiste de tristeza enredado con otras cáscaras circunstanciales. Y parece ser que el procedimiento quirúrgico para arrancarlo depende de la unión de cuatro polos curiosa y extrañamente conectados entre sí, generacionalmente.

Hay una mujer generosa que comanda este buque; una muchacha aparentemente impenetrable de hermosos ojos caricatura japonesa; otra también radiante de juventud que parece más ausente y recatada de abrirse a escrutinios públicos y estoy yo, maltrecha, herida y mal cosida, intentando de entregar el mensaje que brota por mi lengua al estar en contacto con estas mujeres y sus historias.

Cambia el curso de la jornada al nacer inspiración que te retorna a un  sitio, a su cobijo. Apresuro los estertores de mi cuenta laboral con la certeza de regresar hacia un hogar y sin embargo, con connotaciones tan particulares y distintas a cualquier leyenda inscrita en mi atrás. Y es bueno. Es realmente, diferente... Nos preguntamos: ¿De dónde proviene esta tristeza tan característica en nuestras cuatro vidas? ¿Por qué algunas cicatrices no mutan? ¿Por qué algunas costras se parecen tanto a otras y sin embargo, su código de origen es imposible de replicar?

Oí a la más joven de nosotras sacar por fin la voz, envalentonada tal vez por nuestra catarsis de grupo, cuestionárselo perentoria: «siento toda esta tristeza y aún no sé de dónde viene...». Y mi pensamiento fue (ha sido una eternidad) exactamente el mismo, sin que ella y yo nunca nos hayamos cruzado antes, sin que su tristeza se parezca a la mía o la de ella se acerque a la experimentada desde que tengo memoria... Y entonces recordé la novela de la Serrano, aquella en los parajes de Chiloé y en donde una veintena de mujeres se refugiaban en un albergue de especiales características, asumidas en el paréntesis de sanarse de sus tristezas. Floreana, el personaje principal ha perdido a Dulce, su hermana y decide irse por un plazo que ella determina de tres meses, como límite suficiente en el encuentro de respuestas a su dolor. Pero, como sucede en todas las buenas novelas, la historia cambia, la rueda gira... Y cuando te das cuenta, todo ha cambiado una vez más.

Ninguna de mis roomies ha leído el libro del cual les hablé, y me parece hasta mágico pues siento el peculiar llamado de escribirnos nuestro propio cuento, uno en donde el compañerismo vaya cosiendo estas historias, no para enjuiciar nada sino todo lo contrario... para confeccionar una manta más grande, que genere más calor, que nos abra el pecho y nos haga DECIR. Porque decir es tan bueno, decir logra que uno se vacíe y entienda por medio de la verbalización que la tristeza en efecto tenga tan distintos comienzos o gatillantes y aún así, una idéntica consecuencia: el limite del dolor.

Mientras oigo la versión de Cary Brothers para Blue Eyes (soundtrack de Garden State), impacta de lleno la insolencia de la mente, de cómo usa su batería de ingenio para hacernos comprender la «gran conexión», las vueltas maratónicas del tamaño de una piscina olímpica que acabamos dándonos solo por capricho, por tozudez... Una melodía que evoca mi propia raíz de dolor, mi propia memoria teñida de su honda tristeza abriéndose por fin a enfrentar su propia hilera de sentimientos reprimidos, de emociones contrapuestas aunque todas legítimas, todas honestas.

Y la vida es así; muestra cuando debe ser. No lo hace solo porque se nos antoje.

Y por primera vez, yo solo quiero dejar que mi lagrimas afloren, que laven y destiñan aquella amargura flanqueando la tristeza añosa y puntiaguda con la que he luchado toda mi vida. Pues quizás todavía no tenga todas las respuestas, puede que aún falte demasiado para ello (o tal vez esté tan cerquita), pero lo que sí se es que hablarle a nuestra tristeza con amor, con ternura, con vehemencia es también entender que ella es parte de la vida, que quizá no se trate de extirparla sino de administrar sus estancias, sus arremetidas y golpes, tomar lo bueno que nos hereda, sacar una cuenta más sana y comenzar a observarla como mensajera que trae menciones realistas, valoración de contexto, fuerzas removedoras y todo lo que implica aprendizaje. Porque es verdad: si duele adentro, si pincha el corazón es que la pega, nos está cambiando.

Estamos un poco más cerca.

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