Camino.

Mientras bebo un café americano en el, quizá, único lugar de Santiago en que tomas un buen desayuno por $3.000, me llega la hora de ladrillazos varios sobre la cabeza; he dejado que el enojo se imponga, y sin embargo, la cosa más honesta que haya hecho en años...

La mecanizada señora, pregunta la misma cosa absurda formulada en casi cualquier sucucho metropolitano: ¿viene sola? La robótica misión es quitarte el otro individual, no conseguirás que ese ser humano piense, que obre con algo más humano que su afán maquinizado; no basta con señalarle que a menos que andes con algún amigo imaginario, resulta que desayunarás sola!!! Claro que no. Dejo pasar la pregunta, pero ella cabronamente, insiste en joder con su puta pregunta, como si esa odiosa triquiñuela fuese el único armamento para desquitarse por las miserias de su propia existencia.

Entonces, no me dejó alternativa, como suele ocurrir, extrajo lo peor de mi en un día de furia y me largué a deponer. Al ver que ni un solo músculo había cambiado de posición, vino la teja como boomerang hacia mi: hagas lo que hagas, hay cosas que no cambiarán jamás, ni con toda la mochila de mierda que arrastres contigo. Esa es la única verdad que no anula el pacto.

Fue como en ese instante, más el día de ayer, más la semana pasada, también aquellas otras veces y así suma y sigue una larga lista de oportunidades en que las circunstancias enseñaron revelaciones que no debí dejar pasar, consideré como un catastro que te obliga a tomar decisiones, a entender de una vez por todas quién eres, qué no eres ni serás nunca aunque la gente te pase cien veces por encima, qué situaciones ya no puedes permitir se reproduzcan, la manera concreta a desplegar para infudirte respeto a ti misma, no a los otros contándoles adaptaciones de lo que ha acontecido. Todo eso ya no sirve más. Todo eso no le importa un carajo a nadie.

La iluminación es un largo, duro, y sobre manera, intermitente proceso de comprensión súbita; no escribo mejor que antes solo por antojo o generación espontanea. Progresé en el relato al profundizar en la observación, al dejar de asolearme en público buscando aprobación de los demás (la garzona tiembla de ansiedad al no poder acercarse y recoger los trastos sucios regados sobre la mesa), al permitirle a mi cabeza entender las emociones con el intestino (de ahí mi enfermedad crónica), caminar sobre los textos y comulgar con las expresiones pensadas funcional a la componencia, aquella que me acostumbré a rastrear hasta hallar una pluma en la que me identificase, plenamente. Claro que es abrupta la iluminación. Pero si capitalizas esos milisegundos de ubicación en el mapa, todo lo detrás continúa pesando, y sin embargo, ya no destroza el corazón. No es que cedas y te resignes. Pasa que hay un umbral que se atraviesa, dejas de pelearte con quien no entiende nada (porque vaya que hay gente que tiene master en ello) y caes en la cuenta que la solución es escoger mejor las batallas y los enfrentamientos. Hay una secreta dimensión en el apartamiento, todo empieza a funcionar como en cámara lenta, y la secuencia que encuadra tu cuerpo acondiciona su propio ritmo, como si nada más importase. Y es cierto. Lo demás ya no tiene importancia. He logrado entender cómo elegiré mis pugnas, si acaso cabe espacio para eso.

Cuando digo pacto, en el fondo estoy diciendo que vinimos a hacer una pega, y tácitamente se establecen condiciones básicas de entendimiento sobre lo que estamos conminados a gestionar mientras continúemos vivos, por lo tanto, la adversidad emocional depende de uno. Podemos elegir ver la barbarie en cada esquina de Santiago, en cada subpersonaje de la pega, en el almacén que trafica, en la pizzeria sin glúten que atiende como el forro, en la biblioteca llena de funcionarios públicos que no aman los libros, en fin, en las partes que sueles frecuentar, pero también puedes preguntarte por qué se repiten en el menú y si no hay solución, emigar, darle alguna vuelta para captar en qué estás aportando tu misma (o) para que esa dinámica se acidifique.

Pactamos acometer la vida. Pactamos atrevernos, pactamos no destrozarnos por demonios imaginarios que lo único que hacen es impedir la realización de lo que sea que tengamos en mente, ya sea se acometa solos y aislados del mundo, ya por interacción con nuestros pares, en condiciones ideales o no. Por lo tanto, tildarla de una porquería, no va quitársela sino todo lo contrario. Pensar que las ofertas de vida de catálogo a las que nos acostumbraron, bueno, tampoco ayudan mucho pues distancian la percepción de una vida «feliz» sana y equilibrada, porque básicamente transforman esa búsqueda en un garrote que azota, preciso por aquella brecha entre lo ofrecido y lo que a la postre en verdad se consigue. Parece ser entonces que los caminos se estrecharan, y entonces me pongo a pensar en personajes que tuvieron todo en contra, ¿Cómo la hicieron? ¿Cómo fue que torcieron circunstancias?

En esa vorágine, y con algunas personas en mente, lo que saltó fue una semilla de genialidad, la perseverancia, el talante, la templanza, la compasión y una cosa indeterminable: garra, que vendría a ser como la naturaleza esencial de cada sujeto (temperamento). Creo que lo que nos lleva a replantearnos nuestras batallas no es el triunfo del «ello» (maleante psicológico capaz de desgraciarte la vida haciéndote creer que puedes vivir en total anarquía y hedonismo a ultranza), más me parece que es nuestra natura mandando pequeñas transmisiones al corazón (intestino), ordenando el sentimiento para aprender a ver, para ir a ciegas a pesar de todo pero con un radar pulsando.

Pienso en toda la gente maravillosa -no roboc- que ha pasado por mi vida, gente que me hizo pensar por un segundo que era infinitamente, feliz. Y soy agradecida. Lo soy porque en medio de la adversidad, descubro que hacer el resto del camino no implica añadir a otro en el carro, como si esa persona tuviese una llave mágica, sino en reconocerme como un motor, uno al que le han cambiado tantas veces bujías, cables, pernos, etc. A veces, ha corrido con mucha fortuna, tanta que tras impecable afinación rinde kilómetros y kilómetros de maravilloso recorrido. Y otras, no con tanta, pues sus panas e intermitencias le han sacado de la carretera. Aun así, continúa siendo un motor de colección (ya no se fabrica); sigue funcionando a pesar de todo, con altos y bajos. Y cuando se desliza por el camino, aprende a reversionarse, a entender la brisa en primavera, la escarcha en invierno, las altas temperaturas enloquecedoras de verano y sobre todo, la magia del otoño en donde siente que renueva su contrato por otra temporada.

You say i'm a dreamer...

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