De cuando surgió el punk en mi vida.

Aquello de que nadie sabe para quién trabaja, es majadero de cierto.
Me he hecho adicta a la Constanza Michelson, y ha de ser porque dice las cosas con una elegancia e incisividad, poco frecuentes en Columnas populares. Y eso que a más de alguien le vuela la «cáscara»

Me colocó a pensar -lo que queda colgando tras las lecturas- que me hace falta ser más sincera respecto de temas importantes; no puede eternizarse el relato sobre lo terrible que nos hizo eso o esto otro; puede que la clave para sanar con respecto a esos traumas sea volverse asquerosamente honesto, sobre lo que uno es. Por ejemplo... ¿Cuántas veces toqué temas asociados cabalmente a mi forma peculiar de agresión en contra de mi propio cuerpo? ¿De qué manera he roto opciones al dinamitar puentes entre mi cabeza desequilibrada y otras personas que no son responsables de mis demonios de turno? ¿Qué cosa constructiva he ejecutado para acabar con las excusas de la segregación y el clasismo? ¿Por qué no avanzo en la comprensión de la inutilidad del blindaje? Por poner así a vuelo de pájaro, ciertas disyuntivas.

Lo más seguro, porque es más fácil arellanarse en una miseria sostenida que nos vuelve una y otra vez a la sala oscura en que siendo pequeños, el golpe permanente impidió el aseguramiento de la estructura del yo (aun cuando -escribe la Michelson- el yo adulto, no sea patrón en su fundo). Este defecto-repetición, no solo adiestra el arte de la manipulación contra terceros (pero nula defensa frente al espejo) sino que también ea la zancadilla recurrente ante el amplio margen de posibilidades que se abre, si elegimos el camino de la sobriedad y la madurez. Pero ojo. No me me refiero a la sobriedad=fomedad, sino a la sobriedad=elegancia con que a veces podrían acometerse ciertos procesos de aprendizaje. Pero, recontrachanfle: ¿Qué hacemos con el temperamento, entonces?

Imagino que no mucho. Porque no se puede.

Lo que sí es más probable, es trabajar la conexión con nuestro carácter por cuanto en esta área de nuestro ser sí pueden verificarse cambios y/o ajustes, tanto así que con disciplina, una persona x puede transitar hacia la y, además del viceversa.

Es lo que he apreciado en varios personajes de los que, con o sin querer, me ha tocado compartir el año. Por ejemplo, la gente asalvajada y sin filtro, me puso a cuestionar por qué me causaba acidez y rechazo. Las canutas y cartuchas, hastío... las ordinarias (rasca) náuseas; las frenéticas y voraces, ganas de salir corriendo... las solitarias y hurañas, empatía; las violentas y amargadas, frágil; las tiránicas e indolentes, miedo; las impertubables, desquicio. Y así, por identificar casos. Todos estos personajes, incluso hasta los más inocuos me voltearon hacia el espejo, y tuve que hacer memoria sobre qué episodio en particular me llevó a considerarle un enemigo. Se sabe que te has esfumado pero se desconoce el día de la fuga.

Tiene que haber sido a eso de los 13 años de edad. Figuraba ahí, de pie frente a un pequeño espejo de botiquín ochentero, encerrada con doble llave en el único baño de la casa. Una semana antes, al dármelas de punketa decidida, había decidido cortarme la chasquilla a mi pinta (algo que hoy, es muy sano y normal). Pero al parecer eso no hizo gracia a mi madre. Y como no le causó chiste, no encontró nada mejor que arrastrarme hasta la peluquería del barrio, para instruir con severidad que me rapasen al cero, aun cuando yo suplicaba que no lo hicieran.

Fue una de tantas razones para odiarla. En verdad que sí. Recuerdo las mofas, las burlas en Colegio... la profunda sensación de orfandad...

Así la cosa, y con ese peso adolescente encima, me encerré por primera vez en el baño con la extravagante idea de quitarme la vida bebiendo un frasco de lindano que, un año antes sirvió para deterner la sarna de mi perra Savka. ¡Ja! Claro que hoy me río de mi misma.

Y esa fue la vez en que me miré fijo, profundo, hacia el centro del interior. Y vi cosas horrorosas que sabes, no son tan fáciles ni de explicar ni de contar, aun con adaptación o estética que adorne el relato. Solo diré que a veces, no es tan conveniente hacerlo, intentar detectar qué hay de malo en nosotros, proponerse sacarlo como si esa extracción nos convirtiese en alguien más solo con la inocente creencia de que removerlo, al instante siguiente modificará también el resto.

Hoy sé que la brecha que separa lo bueno de lo detestable es tan sutil como el buen humor de algunas personas (me incluyo). Y creo que en aquél entonces, sostener la mirada en la observación de un hoyo tan denso y oscuro como el retenido en mi pupila, causó un enorme asombro (trauma). Tuve que dejar de mirarme frente al espejo, tuve que sustraerme de mi, tuve que obviarme para lograr sobrevivir; era el espejo o yo, o lo que es igual, era adaptar la realidad o morir para evitar una masacre.

Puede que ahora, situarse frente a el no sea cosa fácil; el estrés de sobrevivir en estos tiempos causa estragos que son más profundos que la celulitis, las estrías, las canas, las arrugas o lo que sea que mengue los artificiales conceptos de belleza actuales. El dolor de mirarse de manera consciente reside en la comprensión de ciertas falacias, la más poderosa: que castigarnos redime. Que cosa tan patética si lo pienso racionalmente. Lo que más causa dolor no es el tiempo que transcurrió ignorantes de la verdad a secas sino la candidez de creer que el resto será comprensivo, generoso y hasta compasivo para entender tu proceso personal de superación y readaptación.

A veces, muy de vez en cuando, vuelvo sobre ese episodio de la adolescencia, y avanzo sobre la idea del cómo hubiese sido mi vida si en vez de victimizarme, tan solo hubiere dejado que mi ser hablara, que mi alma rugiera. Ni idea, o tal vez si. Poco tiempo después me fui de la casa. Y sí, me volví punk de verdad. Total, el look ya estaba.

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