La mesa de al lado.

La mesa de al lado.

Una de las cosas más complejas que sorteo en el día a día, ha sido desde mucho, algo tan básico como escoger un sitio en donde comer; o acabo primero sorda como tapia (por abuso de los audífonos que me sustraen del jolgorio contiguo) o de hermitañana (obligada a recurrir al pedidos.cl). Esta vez he hecho una excepción y acepté comer en un lugar distinto de los que por obsesión, no dejo ni a palos. Él solo me dijo que iba a agradarme y que solo debía disfrutarlo.

Llegamos a un Edificio gris cercano a Ramón Carnicer; me recordó algunos episodios de la infancia, con la costra clásica de los ochenta y tantos, con The Police de fondo, con una estela de sinreproches que es tan buena a veces, solo para variar... ¿Qué hay acá? —Pregunté intrigada. —El mejor restobar del mundo: mi hogar... Ni siquiera pude decir algo. Al instante siguiente ya estaba echada en un cómodo sofá y un espectacular perro meneándome la cola, me daba algo así como la bienvenida.

—No le des mucho cariño, mira que fijo y se aprovecha!!!! —Dice él, mientras saca algo de refri.
—No pasa nada, son mi perdición... los perros y los gatos.
—Que lo he notado, desde que te conocí y te vi llena de pelos blancos...

Es un departamento antiguo pero arreglado con una peculiaridad que me recuerda a otra escena. Las paredes son obsesivamente blancas, sin cuadros ni retratos, solo un pequeño agujero quizá atestiguando algo que se restó y que se priva de revelación en el presente. «X» me ha confesado que en verdad tiene 29 años y no 34. No me causa asombro ya que su aspecto bien cuidado me traía ciertas sospechas. Le digo que no pasa nada pero que no vuelva a hacerlo, que las mentiras tienen patas cortas y que nada sale bien de aquello. Reponde que la cena es de desagravio, y yo le cuento que no me debe nada.

—¿Qué hay en tu menú?
—¡Sorpresa, mujer!
—¿Suerte de olla?
—¡Suerte de olla!

Hicimos el clásico tour por todo el apartamento. Es un lugar limpio, ordenado con rigor y va muy de la mano de este sujeto que en apariencia luce un aspecto joven pero que se comporta con exceso celo de adulto. Me cuentas algunas anécdotas de aquellas paredes, nada para infartarse, pero en ese momento noto que se inclina hacia matices que por ahora, no me interesan.

—¿Qué se come? Tengo hambre.
—Pues vente a la cocina que ya te digo.

Y de pronto comprendí que no era una ocurrencia casual, que se lo venía preparando hace un rato y me di cuenta mientras me ofrecía las cosas que yo suelo beber, como agua sin gas de una marca específica o un jugo de naranjas sin gluten. Eso me entusiasmó. Lo admito.

Lo que vino después fue un trozo de salmón con matequilla y pimienta con unas verduras salteadas, crujientes y con buen sabor, sin mucho condimento. Ideal para mi.

Se tenía fe el hombre. Se la tiene. Corrijo.

Lo que vino después son de aquellas charlas regadas, íntimas en el entendido de contarse la vida, de descubrir en medio del caos que las cosas siempre tienen un curioso modo independiente de movilizarse, con o sin nuestro consentimiento. El par de horas se pasó volando, es verdad, y aunque todavía hay partes de mi que recuerdan a Max o a Eduardo, tengo la impresión que faltan muchos capítulos escritos así, de esta manera, con los guionistas en huelga, con finales que parecen comienzos y comienzos que son como continuaciones de otras hebras. Sin explicaciones. Sin argumento pedante. Solo aconteciendo.

Todavía no necesito quedarme al postre.


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