Evasión.

Nunca es el día más terrible, o el más dichoso, el más lúcido o el más viscoso... nunca es a ciencia cierta el más de algo, porque se desconoce. Es imposible entender el más o el menos sin antes conocer el abanico entremedio del ínfimo y el demasiado. Quizás, lo más cerca de hallar una certeza sea un microsegundo en que, el sujeto que te causó un gran dolor, sea el mismo que te mostró el matiz de una verdadera esperanza.

Me siento como Bill Murray en «El día de la marmota», condenada a una misma rutina en la cual, me guste o no, cada vez que me equivoco, se mete una señal diminuta por entre la brecha de la repetición odiosa. Puedes estarte enfrente de alguien, un alguien que representó algo importante y darte cuenta, en el ahora, que solo es alguien más como cualquiera otra persona, sin la luminosidad y el foco del ayer. Entonces, confirmas lo que vienes observando: la vida avanzó, no te espero, y eso a nadie puede interesarle.

He llegado a un punto en que el corelato de una serie adquiere mucho más sentido que el propio curso de mis días; dirijo mi atención hacia aquella miniserie de las 18:30 porque al sintonizar el programa, no debo excusarme si llego a  derramar lagrimas. Y debe ser que la ficción dentro de la tragedia ajena provoca un efecto morboso capaz de desviar cualquier prejuicio, e incluso, volver a los míticos perdonazos, la evasión, y hasta la condolencia, aunque sepamos de sobra que todo eso es una farza. Tiendo a suponer que la vehemencia en una buena actuación nos conecta con algo que ya no existe y que de seguro, tiende a explicar por qué difumina la sensación de malestar anterior que nos incita a deshacernos de las cargas mediante la rudimentaria estrategia de, olvidarnos al concentrarnos de relatos fantasiosos que alivianan cualquier pesada carga.

Tengo sueño.
Mañana, sigo.
Eso es lo que intento.

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